miércoles, 18 de abril de 2012

Ofrenda


Por Mauricio Vargas.


Cuando las puertas de la iglesia de abrieron temprano en la mañana, todo aparentaba estar en orden, hasta que el padre Alfonso Serrano se percató de que uno de los santos tenía sangre en la túnica. Al entrar, junto con una corriente fría y furiosa proveniente de la loma, caminó por la nave central y miró las manchas rojizas en sus vestiduras y en sus manos eternamente suplicantes. Si hubiese habido un rastro de lágrimas rojas sobre las mejillas inmaculadas, se habría armado una revolución en el pueblo. Pero la sangre que estaba viendo había sido derramada. Era sangre ajena.

Se acercó a la figura, pasó los dedos por la sustancia y se estremeció. Se limpió instintivamente en sus pantalones y descubrió que  las demás estatuas también estaban impregnadas. Caminó por la nave contemplándolas y encontró a los piesde la última figura una cabeza humana depositada a modo de ofrenda. La sangre del cuello se había secado como la parafina. Las flores del día anterior habían absorbido la humedad de la muerte. En el otro extremo del cuerpo de yeso, la cabeza del santo había sido reemplazada por otra de verdad que terminaba también, abruptamente, en un muñón sangrante. Aquellos dos pares de ojos vidriosos lo estaban mirando fijamente, implorantes, como si ya hicieran parte de aquella galería de personajes que han permanecido por años aguardando la segunda venida.

El padre Alfonso se tapó la boca y salió corriendo a llamar a la policía. Cuando le contestaron informó el hallazgo fatídico y le dijeron que lo primero que debía hacer era conservar la calma. Que cerrara la iglesia y pusiera un aviso. Nadie debía saber lo ocurrido o si no, en cuestión de minutos, el pueblo estaría desatado.

—¿Se robaron algo, Padre? —fue la primera pregunta.

—El sagrario está forzado, pero las cosas están intactas adentro —respondió aún nervioso.

De la iglesia no había salido nada, demasiado extraño para ser un lugar sin vigilancia. Las decapitaciones habían sobrepasado los límites de la racionalidad, pero eran buena señal para inclinarse más por algún acto profano. En Zamaral jamás se habría presentado una atrocidad semejante.

—En un momento vamos para allá. Haga lo que le dije, Padre. Y no vaya a tocar nada de la escena del crimen.

El padre Aflonso colgó y siguió todo paso a paso. Por primera vez en muchos años, la misa quedaba suspendida.





Veinticuatro horas antes, la misa transcurría con normalidad: cantos, plegarias y ofrendas. Para Miguel y compañía, estar allí, sentados en la última banca, era una misión de reconocimiento.

—Hermano, ¿ya sabe no? —le dijo Miguel a Jairo en voz baja—. Hoy por la noche es el golpe.

—¿Están seguros de querer hacer eso? —Jairo estaba sentado entre Miguel y Vicente. Se sentía presionado por lo que ahora, sabía, era una mala decisión—. Podemos volver a lo básico. Algo así como robar la tienda de don Gustavo o saquear la cantina.

—No, hermanito. Hoy las cosas cambian —le aseguró Miguel. Era un líder nato. Vicente, por otro lado, no decía nada, y le convenía seguir así, porque de lo contrario, las ganancias se repartirían solo entre dos y no habría nada más humillante que su parte fuera concedida al cobarde del grupo—. Ya estoy mamado de hacerme con tan poquita plata. Robar esos chusos quita mucho tiempo. Es esforzarse por nada. La iglesia, parcero, es la única opción que tenemos para abrirnos de este pueblo de mierda.

—¿Y si nos descubren?

—¡Qué nos van a descubrir ni qué ocho cuartos! Por la noche esta iglesia queda sola, ya le dije. Tenemos vía libre, y con Vicente vigilando no tenemos pierde, ¿sí o no? —Lanzó una mirada a Vicente y éste se limitó a asentir—. Mire, Jairo: hace rato que he venido craneándome este plan y usted no se va a cagar en él, ¿me entendió? Ya no hay tiempo para arrepentirse.

—¡Yo no he dicho nada!

—Y está muy bien que siga así. —Le dio unos golpecitos en la espalda como a cualquier animal obediente.

La misa continuó. Los feligreses hicieron fila para recibir el cuerpo de Cristo, representado en un trozo de galleta costeña. Al final, luego de la bendición, el tumulto comenzó a salir. Los tres compinches recorrieron la iglesia y fueron hacia las esculturas de los santos. Una anciana que apenas si podía caminar, depositó a los pies de San Francisco Solano un ramo de flores sobre los pegotes de parafina.

—¿Quiere que le diga algo? A mí estos santos me dan cosa —confesó Jairo.

—Tan guevón. Cómo le va a tener miedo a unas estatuas —Miguel soltó una risotada que resonó en el lugar.

—No sé. Esos ojos miran muy extraño, como si supieran lo que uno está pensando o diciendo. Parecen atentos.

—Pues va a tener que olvidarse de esos mieditos cacorros, porque esta noche, en plena oscuridad, vamos a tener todas esas miradas sobre nosotros todo el tiempo.

Jairo no dijo nada y Vicente tampoco.

Salieron de la iglesia a recibir los primeros rayos del sol que ya comenzaba a calentar.

—Bueno, señores —dijo Miguel—, aquí nos separamos. Que no nos los vean juntos hoy, por favor. De pronto no sospechen, pero es mejor prevenir. Nos vemos en la noche, ya saben dónde.

—Todo bien —respondió Vicente—. A las once.





Un frío impresionante se había apoderado de Zamaral. Jairo Miguel Peña iba retrasado a la cita. Llevaba un talego para echar la mercancía, tres linternas y una palanca de hierro para forzar la puerta. Sus colegas lo estaban esperando detrás de la iglesia. El vapor salía de sus bocas y casi que resplandecía entre la oscuridad. Miguel, que tenía las manos enfundadas en los bolsillos de su chaqueta, lo vio primero:

—Se estaba como demorando, ¿no? A qué jugamos, hermanito.

—Ya, ya , ya. Aquí traje las cosas.

—Eso.

Vicente recibió los implementos y preguntó la hora.

—Once y cuarto. Yo creo que es mejor empezar ya.

—¿Seguros que el padre no está?

—¡Que no, hombre! —exclamó Miguel, desesperado—. Ese man nunca se ha quedado en la casa cural, por lo menos desde que llegó al pueblo. El padre Ramiro sí se quedaba aquí…creo, pero el que está ahora no. Seguro le dan miedo los santos. —Reprimió la carcajada con su brazo.

—Este man tan montador. A mí me dan cosa, y qué.

—No, nada. Más bien comencemos.

La pequeña puerta de madera que había atrás, en la iglesia, no opuso mucha resistencia al forcejeo. La palanca encajó a la perfección y la madera, que emitió algunos crujidos, cedió. Vicente se quedó afuera vigilando. Aunque trataron de ser los más precavidos, les dio la impresión de que el sonido de la puerta al abrirse había resonado en todo el pueblo. Cuando abrieron, Vicente corrió a la parte frontal de la iglesia y no vio a nadie, así que dio la señal.

Adentro estaba inundado de un olor a incienso y humedad. Aunque no les demoró mucho acostumbrarse a la penumbra, el camino hacia las entrañas del lugar era incierto. Caminaron despacio y, por una puerta lateral, fueron a salir a la nave del lado izquierdo. El inmenso espacio bajo el que se hallaron era increíblemente poderoso en medio de la oscuridad. Era como estar en el vientre de una bestia del cual no se podía salir. Las imágenes de las pinturas, apenas perceptibles para el ojo, adquirían el privilegio de guardar en su lienzo pasmado los misterios de las tinieblas. Fue en ese momento cuando Miguel Sanabria pudo llegar a comprender el miedo que los santos provocaban en Jairo. A la luz danzante de las linternas, no se podían contemplar bien las formas. Aparecían furtivamente un ojo, una boca, un brazo, envejecidos por el tiempo. Mas sin embargo no dejaba de maravillarse por las sensaciones que lo embargaban: su corazón palpitaba y un cosquilleo le recorría las piernas. Jairo, obviamente, estaba igual o incluso peor.

Lo que debía procurar Miguel era mantener la calma y tratar de estar al frente de todo.

—Hey, pss. Jairo. —Incluso en voz baja, el espacio amplificaba los sonidos. Y era más desesperante ver que Jairo no escuchaba.

—¡Jairo! —insistió con precaución.

Pero el otro estaba embobado, inmóvil. Miguel se acercó por detrás y le agarró el brazo.

—¡Aaahh! —gritó Jairo. Todo el lugar se estremeció. Miguel dio un respingo y soltó la linterna.

—¡Chito, guevón! —dijo con su voz controlada. Recogió la linterna y añadió—: ¿Es que la quiere cagar o qué? Más bien páseme esa palanca. No perdamos tiempo.

Se acercaron al sagrario y Miguel encajó la palanca en la puertita dorada.

—Bueno, parcero. Aquí adentro está el boleto para largarnos de Zamaral. Hagámosle.

Antes de que pudieran hacer algún esfuerzo, un ruido los distrajo. Algo había caído más allá del altar, por el lado de las bancas. Los dos se quedaron quietos. Jairo, con el corazón desbocado, lo primero que hizo fue mirar al Jesús
crucificado que dominaba el ábside. Su cara sangrante parecía reprochar las acciones que se estaban cometiendo bajo Su presencia.

—Qué fue eso —dijo Jairo.

—Sshh. —Miguel enfocó vertiginosamente el fondo de la iglesia. Desencajó la palanca y se aproximó al altar. Trató de descifrar en medio de la oscuridad con la luz azulada de la linterna recargable, pero no logró ver más que las bancas y los
santos.

—Qué ve.

—Nada, Jairo.

—¿Será Vicente?

—No creo. Lo hubiéramos sentido al entrar. Además, él sabe que, pase lo que pase, no debe… no puede moverse de su lugar.

—¿Y entonces?

—Espere voy a mirar.

Miguel caminó hacia las sillas, con la palanca firme en una mano y la linterna en la otra. Se fue lentamente por la nave del lado izquierdo, examinando entre banca y banca.

Un hacha fabricada con una delgada lámina de hierro estaba en el suelo. Miguel la pisó sin querer y resonó. Dejó la palanca sobre la banca más cercana y recogió el artilugio. Era relativamente liviano y lo blandió en el aire provocando un silbido.

Jairo lo llamó y él lo enfocó con la linterna. Agitó el hacha para que la pudiera ver. Se preguntó si valdría algo, porque ya podría considerarse el primer elemento del botín. Pasó los dedos sobre la superficie áspera y se detuvo al escuchar un ruido detrás de él. El sobresalto le hizo soltar la linterna de nuevo. Se agachó para recogerla y de pronto, un choque estridente resonó en la iglesia y el corazón de los dos ladrones se les subió a la garganta. Algo pesado había caído. Miguel apenas tuvo tiempo para volverse y enfocar con la luz la cara de San Simón.

La estatua había bajado de su altar y uno de sus pies estaba astillado por el golpe. Los ojos estaban fijos en él, con la furia encendida en la pintura vieja de sus pupilas. El rictus de desprecio terminaba de adquirir fuerza en la tosquedad de su boca, bajo la barba espesa y reluciente. La figura empezó a aproximarse arrastrando su pie astillado por el suelo. El chillido que provocaba el desplazamiento era insoportable.

Miguel, que se olvidó por completo de lo que tenía en la mano, salió corriendo por la nave central hacia el altar. Su amigo estaba allí, enfocando con la linterna a San Francisco Solano. Mientras Miguel investigaba lo del ruido, Jairo había empezado a alumbrar las figuras cuando notó de qué manera la estatua movía la cabeza suavemente y se preparaba para bajarse de su altar. Ahora se acercaba por el otro lado hacia él. San Simón venía con lentitud en pos de Miguel por todo el centro de la iglesia.

Una vez los dos juntos, sólo pudieron mirarse. Mientras tanto, San Rey Luis de Francia con su espada al cinto, San Cayetano y San Roque empezaban a descender del lugar en el que habían permanecido tanto tiempo.

—¡Qué.. qué mierda es esto! —exclamó Miguel echándose la bendición. Los santos venían hacia él.

Jairo agarró el brazo de su amigo con fuerza y éste se desasió con brusquedad y nerviosismo. San Francisco Solano se aproximaba rápidamente. Subió los escalones del altar y las dos víctimas empezaron a retroceder para atrincherarse inútilmente en el fondo del ábside.

San Francisco Solano estaba bien cerca. San Simón, con el chirrido de su pie contra el suelo, ya venía por las escaleras también. Los otros tres iban hacia ellos más lentamente.

Miguel agarró con más fuerza el hacha que tenía y descargó su fuerza bruta, desencadenada por un miedo irracional, en la cabeza de la estatua con un golpe seco. Los pedazos de yeso volaron por todos lados y de la cabeza sólo quedó la mitad del mentón. En el centro, un hueco oscuro se adentraba en las profundidades de un cuerpo que jamás debió cobrar vida.

San Francisco Solano se tambaleó. Sus manos torpes examinaban el aire que ahora circulaba por el lugar donde alguna vez estuvo su cabeza. Retrocedió con tropiezos sin dejar de mover los dedos convulsivamente.

Pero las otras cuatro estatuas venían decididas. Jairo estaba petrificado y sus manos temblorosas trataban de aferrarse a los grabados de la pared detrás de él. Sudaba frío y su pecho se agitaba frenéticamente. Sólo podía contemplar el espectáculo.

En el retroceso por el golpe de Miguel con el hacha, las estatuas le lanzaron contra los dos. La dureza de las manos de yeso inmovilizaron a Miguel y soltó el arma.

—¡No, yo no! —gritaba Miguel, desesperado. Se agitaba frenéticamente, pero sus intentos de escapar se reducían a un berrinche ridículo. La fuerza de las estatuas superaban por mucho a la débil consistencia de la carne.

Jairo, en cambio, había comenzado a llorar.

Arrastraron a las dos víctimas al borde del altar. San Simón tiró a Miguel en el suelo y San Rey Luis de Francia puso el pie sobre su cabeza. Luego desenvainó la espada, tan liviana y poco precisa como el hacha, y bajó emitiendo un silbido hasta enmudecer en el contacto con el cuello. Con el filo irregular de un metal trabajado artesanalmente, el corte quedó a medias. La sangre brotó con presión en un chorro que salpicó a los santos en sus rostros y prendas. Un nuevo impulso del rey separó la cabeza del cuerpo.

San Francisco Solano seguía trastabillando en la oscuridad. No supo quién le ofreció aquella cabeza tan suave, pero lo primero que hizo fue ubicarla en el lugar vacío. Presionó y el moñón dejó escapar más sangre que se escurrió por los pliegues eternos de sus vestiduras. La cabeza quedó torcida, pero asegurada. Pronto adquiriría el tono blanco que haría juego con la piel del resto de su cuerpo.

Jairo contempló la decapitación de principio a fin. Había decidido, demasiado tarde, pugnar por liberarse. Todo el alboroto había hecho que Vicente, fiel a su líder, desobedeciera y entrara en la iglesia. Vio la función macabra que se estaba llevando a cabo y, aunque su amigo lo llamó en un grito desgarrador, prefirió mantenerse lejos. Quiso escapar, pero no pudo porque debía presenciarlo todo.

San Roque y San Cayetano lo tenían cogido del torso y de la cabeza respectivamente. Los dos halaron en sentidos opuestos y el cuello de Jairo se estiró abruptamente hasta que se separó de su cuerpo fibra por fibra. La sangre, oscura como la noche, salpicó por doquier.

Vicente derramó lágrimas en silencio, convulsivamente y, cuando vio que una de las estatuas se fijaba en él, no tuvo más remedio que huir y no parar de correr hasta desfallecer en medio de la carretera. Allí fue donde lo encontraron en la mañana, en shock.

Las estatuas depositaron los dos cadáveres en el confesionario. Aunque todas debían adoptar su posición natural para la misa del otro día, con la torpeza de San Francisco Solano, la ayuda de los otros fue indispensable. Fue el primero en subir a su altar y dejó que pusieran la cabeza de Jairo, violentamente cercenada, sobre las flores que Estercita —como le decían todos en el pueblo—, le había dejado después de la misa de la mañana.

Su inocencia era tan conmovedora, pues ignoraban que su apariencia estaba marcada considerablemente por las huellas del deber cumplido. Jesús lo había visto todo desde su cruz y, al parecer, estaba satisfecho.




Fin.

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