miércoles, 23 de mayo de 2012

Déjame escribirte un cuento


Por Carmen Gutiérrez.



            Casi era la hora. La invitación estaba sobre la mesa, abierta, esperando ser aceptada. Álvaro se sintió muy halagado al recibirla pero ahora dudaba. Se había duchado y afeitado, el cabello se acomodaba solo así que no le preocupó, el traje en el placard estaba completo. Era cuestión de decidir si iba o no. Desde la sala le llegó el ruido del televisor. Rebeca, su esposa, estaba ahí, sentada como siempre, sin nada interesante que decir, sin nada interesante en su persona. ¿Qué pensaría ella si se iba sin más? Seguramente nada porque Rebeca no pensaba en él. Álvaro tomó la tarjeta dorada en sus manos: “…El H. Ayuntamiento honrará esta noche a su más grande escritora, Elsa Barragán,… la gala con motivo de la quinta publicación de la autora Amo de las damas…8:00 p.m... Centro Cultural Universitario…”  ¡Qué vaina! Iría.

            Como supuso en un principio Rebeca no dijo nada. Lo miró desde el sofá con un cojín entre los brazos y le hizo una seña con las manos a manera de despedida. Álvaro sintió la nostalgia de los besos que solía darle, pero intentó sonreír cuando se colocó detrás del volante de su coche y arrancó. Puso algo de música en el radio y sonó una tonta canción pegajosa sobre “la guitarra de Lolo”. Llevaba el ritmo con los pulgares sobre el volante mientras recorría la ciudad esperando llegar a tiempo. Elsa aún se acordaba de él. Eso le animaba mucho más.  

            Se habían conocido muchos años atrás; antes de Rebeca ymucho antes de que Elsa se convirtiera en una gran escritora. Habían escrito juntos un par de cosas sin importancia. Cuando ella le presentó el borrador de “Mirada de Halcón” Álvaro supo que sería un éxito. También supo que ella se marcharía y que él tendría que quedarse a esperar su propio momento. Cuando Elsa regresó un año después y lo buscó para proponerle que escribieran juntos un nuevo proyecto, Rebeca ya estaba en su vida, acababan de pasar por un aborto y Álvaro consideró que no era el momento de ponerse a escribir nada. Elsa se marchó y solo supo de ella por las noticias que salían en los diarios. Era una escritora exitosa, se había casado, vivía en Buenos Aires, ahora regresaba al país y además le enviaba una invitación "especial".

            Llegó al Centro Cultural a tiempo. La crema y nata de la sociedad se reunían para salir en las fotos de los diarios, muchos de ellos ni siquiera habían leído algo más interesante que las revistas de modas o de política, pero ahí estaban. Esquivando brazos y tacones entró al recinto y encontró su lugar. Se paró en seco cuando vio que en su mesa había dos lugares reservados a su nombre y a él ni siquiera se le ocurrió invitar a su mujer. Tuvo una punzada de remordimiento que disolvió cuando el camarero le ofreció una copa de vino. Comenzó a relajarse. Se sentía fuera de lugar, no conocía a nadie y estaba tan alejado del mundo de la literatura que no sabía ni cómo empezar una conversación con el señor que tenía al lado y que miraba alrededor con aire aburrido. Seguro que era un personaje importante pero no ubicaba su rostro. Bebió un poco más del vino tinto y suspiró.

            Un golpecito en su hombro lo sacó de sus cavilaciones; se volvió y ahí estaba ella. Hermosa, muy delgada y radiante. Se puso de pie para saludarla y ella ignoró su mano extendida. Lo rodeó con sus brazos, le besó en la mejilla y susurró al oído: “Que bueno que estás aquí” Álvaro se sorprendió, no por la efusividad sino por el efecto que tuvo en él. Nunca la vio como algo más que a una amiga, nunca la quiso más que a una amiga pero en ese momento se le reveló como una mujer. Sintió una nueva punzada de remordimiento y dio otro trago al vaso de vino. Ella se sentó a su lado en la silla que supuestamente estaba reservada para Rebeca. Iniciaron una conversación insulsa y tímida de su parte aunque Elsa hacía gala de la seguridad de siempre. Poco a poco el vino fue haciendo efecto y se descubrió rodeando sus hombros para estrecharla de costado, lo más cerca que les permitían las sillas elegantes. Ella se recargó cómoda contra él y empezó la velada.

            Estuvieron conversando en voz baja, burlándose como antes de la gente estirada y del alcalde que pronunciaba “Barrgarran” en vez de Barragán. Elsa se acercó a su oído y le susurró “¿Eres feliz?” justo antes de que la llamaran al estrado. Ella se levantó cuando las luces la apuntaron y subió caminando como la reina de Saba. Álvaro se quedó en el limbo. ¿Qué podría contestar cuando regresara? ¿Qué no era feliz? ¿Qué su relación con Rebeca se había ido al caño hacia mucho tiempo? De pronto necesitaba más vino…

            Ni cuenta se dio cuando terminó el evento. Se vio a si mismo saludando alegre a las cámaras llevando del brazo a Elsa. Seguramente estaría en las noticias, seguro que Rebeca le echaría bronca por ello, pero eso le importaba un carajo.

            Sabía que charlaba con ella, sabía que su mano derecha estaba en la rodilla de Elsa pero conducía el automóvil como si su cuerpo estuviera en modo automático. Después tocó su muslo y con el dedo meñique buscó el paraíso. Ella abrió un poco las piernas para darle libertad y él comprobó que estaba húmeda. Perdió el control. Se detuvo en una calle oscura, procurando que nadie los viera, a esas alturas de la madrugada era poco probable. Pero la ciudad nunca duerme. Olía a ella, el estúpido carro olía a ella, esa fragancia que le excitaba y que de pronto le resultaba incomoda en esa posición. Se encontró de nuevo con sus grandes ojos negros llenos de vivacidad e inteligencia, consciente de que se hundiría en un capítulo de la historia que aún no estaba escrito, al mismo tiempo que sus manos se hundían en sus pechos y su cuerpo se estremecía con el placer de la rendición, sintió un delicioso triunfo al verla temblar y arquearse cuando sus manos recorrieron esos senos antaño inhóspitos para él y que ahora se le presentaban jugosos, al igual que los labios que mordía una y otra vez mientras sus manos tomaban vida propia, apretando entre sus dedos los tiernos pezones, arrancándole por primera vez ahogados gemidos de su garganta. ¡Dios, cuanto deseaba estar ahí, enterrado dentro de su dulce boca!.

            Ella se apartó. Se acomodó ligeramente la ropa y salió del coche. Álvaro se sintió como un estúpido hasta que la vio meterse en el asiento trasero y cerrar la puerta. Desde el retrovisor Elsa le guiñó un ojo. Álvaro quitó la llave del encendido y se metió a su lado. Enredó los dedos en el cabello negro y rizado de Elsa, la haló hacia atrás para obligarla a presentarle su cuello y sus tetas, el temblor y el calor entre sus piernas creció y la necesidad desgarró dentro de sí, más allá de sus últimas inhibiciones. Se desentendió de sus miedos, de sus remordimientos, porque el sexo a veces lo arruina todo, excepto cuando se hace así, entregando lo más preciado y Álvaro amaba a su miedo. Ella se montó sobre él con las piernas abiertas, el vestido levantado hasta las caderas y los pechos al descubierto “Muérdeme” le ordenó. Obtuvo una respuesta agresiva, pero no lo quería de otra forma. Él no podría esperar más, quería sentirla ahora y cada mínimo segundo en que no estaba en su interior le parecía un derroche de tiempo. Necesitaba penetrarla. Hizo a un lado las minúsculas bragas sintiendo como ella se estremecía al contacto con sus dedos, que se demoraron un poco más buscando y encontrando su respuesta. Lo necesitaba tanto. “Me vas a hacer venir” dijo Elsa en un susurro. No podía haberle dicho nada más afrodisiaco. Se sintió poderoso al saberse tan deseado. Se retiró un momento, pero sólo para acomodarla mejor, le dio la vuelta, apenas resistiéndose al tener sus nalgas dispuestas, ella encontró la forma de retirar sus bragas del medio y empalarse.

            La dejó montarlo como lo necesitaba, duro, rápido, disfrutando de saber que si alguien pasaba ahora vería el carro moverse y el morbo de ser descubiertos aumentó el placer. La sintió estremecerse, moverse; la escuchó gemir y lo único que se le ocurrió fue alentarla dándole unas pequeñas palmadas en el culo, sintiendo su verga dentro de ella dura y caliente. Clavó los dientes en su hombro, mordiéndola y deseando que su marido le encontrara las marcas, deseando venirse dentro de ella. El orgasmo de Elsa lo sorprendió porque no lo esperaba tan pronto. ¡Dios, que delicia! Se dejó llevar. Abrió los ojos desesperado cuando sintió los dedos de su compañera filtrarse por debajo, tocando sus testículos. Explotó rogándole a Dios que le diera la oportunidad de morirse dentro de ella, una y otra vez.

            Se dejaron caer sobre el asiento, jadeantes, sin mirarse. Álvaro quería agradecerle, decirle que era lo mejor que le había pasado en muchos años de mierdas y quejas. Pero ella tomó la palabra primero, después de besarlo sin levantar la vista.
            —Ven conmigo —dijo. Le puso un dedo en los labios cuando vio que Álvaro quería contestar algo—. Puedo escribirte otra historia. Una que empiece ahora, conmigo, y que termine muchos años después, a mi lado. Puedo hacer que tus mañanas sean hermosas, puedo narrarte el cuento, nuestro cuento. Déjame escribir tu destino. Déjame decir que te quiero.

Muchos años después al recordar ese momento, Álvaro se maldijo una y otra vez por su respuesta. Sus mañanas nunca fueron hermosas, no conoció el cuento y Rebeca jamás le dijo “Te quiero”. Pero cuando la noticia de la muerte de Elsa llegó a su correo, sacó el revólver de la guantera y se disparó en la boca, en el mismo asiento del mismo coche donde antes la había poseído.

Él escribió su propia historia, redactando en las tinieblas el final de su propio cuento de terror.

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