martes, 8 de mayo de 2012

La Muerte del Amor

Por Felipe Real Hurtado.

Basado en «La muerte de Isolda» de Horacio Quiroga.
 

Mild und leise
wie er lächelt,
wie das Auge
hold er öffnet
seht ihr’s, Freunde?
Seht ihr’s nicht?
—¡Ah! Muy bien: el comienzo del aria final de Tristan und Isolde, también conocida como Liebestod o «La Muerte del Amor». De seguro habrá escuchado mi aclaración hace un par de clases, acerca del error conceptual de considerar que Isolde muere al final de la ópera. De hecho, Wagner llamaba al prólogo de la ópera Liebestod, mientras que a esta aria en particular solía designarla como Verklaerung o «Transformación», si es que...
Como todo profesor veterano, Mahzun Çelik contestó con una larga y compleja respuesta técnica una pregunta nunca formulada, sin pensar en las consecuencias que esto le traería.
Quizás debido a una deformación profesional, los profesores tienden a considerar cualquier acercamiento de alguien —dentro de los recintos educativos— como inmediatamente relacionado con el área de estudio que les compete. A través de los años, han enseñado los mismos temas en incontables momentos, lo que implica que han respondido las mismas preguntas en más de una ocasión. Con el tiempo, parecen volverse casi autómatas, siempre dispuestos a entregar un dato anecdótico u olvidado cuando algún estudiante se les acerca después de clases.
Aunque, incluso Çelik tuvo que reconocerlo, aquellos estudiantes usualmente no tienen la voz, conocimiento de la lengua germánica, ni la presencia de Isilda Corbridge.
Cuando finalmente se percató de la mujer que estaba frente a él, todo el discurso que Çelik tenía preparado se le derrumbó de golpe. De pronto, todos los recuerdos de sus difíciles años escolares se agolparon en su mente: las golpizas y los sobrenombres, los poemas en las últimas hojas de los cuadernos, siempre dedicados a esas mujeres inalcanzables que lo despreciaban en la sala de clases, para luego adorarlo... o al menos así ocurría en sus sueños.
—¿Qu... qu... Quién es usted? —preguntó, ahora que la confianza de sus años ya estaba por el suelo—. No... n... no la he visto en mi clase antes. —Las mujeres hermosas siempre lo ponían nervioso.
—Por supuesto que no, profesor —la sonrisa con la que habló, junto con la mención de su título, lo tranquilizaron un poco—. En realidad, sólo me acerqué a usted por recomendación de un colega suyo.
—¿Un colega dice? —preguntó, todavía olvidando sus usualmente buenos modales.
—El señor... ¿Rodríguez, si no me equivoco? —Sus «erres» eran extremadamente marcadas.
Doctor Rodríguez —se apresuró a corregirle, antes de añadir con una sonrisa nerviosa—: A Mario no le gusta que la gente se olvide de los años de estudio, usted sabe... «Gajes del oficio», como se suele decir.
—Me imagino —la sonrisa de la mujer se mantenía, estoica—... ¡Qué mal educada, Dios mío! Mi nombre es Isilda Corbridge. —Le extendió entonces la mano, con la seguridad de quien está cerrando un trato.
—Mucho gusto... ¿señorita? Corbridge —Habría sido una abominación que una mujer tan hermosa como ella estuviera casada, sin duda alguna.
—Así es, profesor —confirmó ella, asintiendo levemente con la cabeza, mientras le estrechaba la mano con un firme pero delicado apretón—; «soltera y sin compromisos», como suelen declararse las jóvenes estos días.
Por alguna razón desconocida, aquella referencia a «estos días» le erizó los pelos.
—¿Y en qué puedo ayudarla, Miss Corbridge? —preguntó Çelik, algo galante en su tono, ahora que había recuperado su usual posición de poder.
—Necesito que me cuente todo lo que sepa acerca de Tristán e Isolda, Mahzun —dijo ella, en un tono más serio y solemne de lo que al profesor le hubiese gustado—. ¿Puedo llamarle Mahzun, cierto? —preguntó, como si usar su nombre de pila (que había pronunciado a la perfección) hubiese sido una ocurrencia tardía.
—Claro que puede... Isilda —repuso él, sin reparar en que ya había aceptado hablar del tema con ella.
Nuevamente, no se había dado cuenta que la joven lo había vuelto a poner a su nivel, pasando por alto sus largos años de estudio y enseñanza de la Literatura Medieval.
Sin mediar acuerdo alguno entre ellos —al menos verbal—, ambos se pusieron a caminar al mismo tiempo hacia la oficina del Profesor Mahzun Çelik, para discutir todo aquello que pueda saberse de —quizás— la más antigua e influyente historia de amor jamás escrita.

***

—Aún cuando tuviera todo el tiempo del mundo para conversar con Ud., Isilda —comenzó Çelik, luego de haberse acomodado en su amplia silla— (que no lo tengo, por cierto) sería difícil resumir años de estudio y lectura en una simple conversación; el tema de Tristán e Iseult ha suscitado decenas de libros, cientos de conferencias y miles de páginas. Yo mismo —sonrió— le he dedicado más de dos tercios de mi vida. Quizás si pudiéramos partir por algún tema en específico...
—Preferiría que para empezar, Ud. me comente aquello que le parezca más relevante —contestó ella, sonriendo y ajustándose la falda mientras lo hacía.
Todavía intrigado por la extraña mujer, Mahzun decidió que necesitaría al menos de una pipa para poder discutir el tema con calma. Con un gesto descuidado, abrió la segunda cajonera de la izquierda de su escritorio, sacó la pipa y el tabaco, y se dispuso a prepararse una.
Mientras lo hacía, Isilda Corbridge se levantó de su asiento —sin consultarle o pedirle permiso a su anfitrión— y se dedicó a mirar las estanterías que repletaban la oficina del profesor, como si revisara las novedades del lugar.
Desde su asiento, el viejo no pudo evitar levantar la vista de la pipa en un par de ocasiones, para contemplar la contorneada figura de la joven. El traje de dos piezas de color amarillo era bastante ajustado y, aunque llevaba la falda unos centímetros bajo la rodilla, la parte de las piernas que se dejaban ver era del estilo que hacía a otros hombres perder la cabeza.
Finalmente, se obligó a concentrarse lo suficiente en el tabaco y encenderlo, dándole una profunda calada. Para un hombre con los nervios de Çelik, fumar era una manera de moderar su apresurado hablar, además de permitirle una necesaria pausa en la que pudiera ordenar sus ideas.
—Sin duda alguna, Iseult ha sido una obra cuya influencia en la cultura moderna es innegable —empezó, tal como si estuviese dictando su cátedra del tema—. Desde el Mabinogion galés, pasando por la ópera de Wagner y hasta el cuento de Quiroga, la temática del amor de un caballero y su damisela (comprometida con otro) ha sido recurrente en la literatura occidental.
»En este sentido, no es de extrañar que Polti incluyese el amor prohibido (primariamente tomado de modelo a Iseult) como una de sus «treinta y seis situaciones dramáticas» fundamentales. Menos aún es de extrañar que grandes obras, influenciadas ampliamente por esta leyenda (las más obvias serían Julieta y el legendarium artúrico) se hayan vuelto ampliamente populares, gracias a su continua actualización de la historia de Tristán y su dama.
—¿Y qué hay acerca del cáliz? —preguntó Isilda, con un tono juguetón que traicionaba su conocimiento del tema, mientras volvía a sentarse.
—¡Ah! Se refiere Ud. a la famosa «poción de amor», sin duda alguna —repuso el profesor, sonriendo como siempre que recibía una pregunta más o menos inteligente—. La verdad, es que es un elemento fantástico que sirve para justificar el amor de ambos personajes, cuya pasión está prohibida y va directamente en contra del comportamiento esperado de un caballero, que supuestamente escolta a la prometida de su mentor y cuasi-padre.
»Hay que entender, por supuesto, que en el contexto medieval de composición y difusión de la leyenda, el amor era un sentimiento muy noble y hasta encomiable, siempre y cuando se consumase dentro de las reglas establecidas por la Santa Iglesia Católica. Así, y a pesar que el público podía estar muy de acuerdo con el apasionado sentimiento entre dos jóvenes unidos por el amor, éste lazo sería inmediatamente condenado una vez supieran que la joven estaba comprometida para casarse con otro.
»En el caso de esta historia, la situación es incluso más grave: Tristán es el hijo adoptivo del Rey Mark, además de ser su caballero juramentado. Estos lazos lo atan doblemente, por lo que el sólo hecho de desear a la futura esposa de su Señor ya lo pone en clara situación de pecado.
»Así, es obvio que los trovadores necesitaban una manera de evitar esta obvia condena del público hacia el amor de la pareja. La forma más fácil y creíble, fue establecer la idea de que la pasión que los une había surgido a partir de una poción de amor que habían bebido por accidente.
—Ya veo —contestó la señorita Corbridge, luego de un momento de reflexión— ¿Y qué me puede contar de la «enfermedad de amor» de Tristán?
—¡Muy bien! La manera en que Ud. aborda el tema es precisamente la correcta. —Asintió Çelik con cierta satisfacción. Luego de volver a llenar su pipa y encenderla, continuó.
»Sin importar la versión que se estudie, el factor común hacia el final de la leyenda es que una extraña enfermedad hace presa de Tristán que, coincidentemente, comienza a manifestarse luego de que el casamiento entre Mark e Iseult se ha consumado.
»Cómo podrá deducir (tomando en cuenta lo que le he dicho acerca de la «poción de amor»), este padecimiento no es sino una metáfora del profundo dolor que Tristán sufre, debido a la separación definitiva de la pareja.
»Tal y como lo dictan las reglas del amor cortés, el caballero enamorado tiene entonces una sola salida, una vez la posibilidad de concretar su amor ha desaparecido: la muerte. En el epítome romántico par excellence, Tristán enferma de muerte, ahora que su amor por Iseult ha sido condenado al olvido.
»En este sentido, el padecimiento amoroso de Tristán lo emparenta con la tradición clásica. Si Ud. recuerda bien su historia, se dará cuenta de que el rasgo definitorio del héroe (tal y como se lo entendía en la Antigua Grecia) es la muerte gloriosa en el campo de batalla. Tal es el caso de Héctor, Aquiles, y tantos otros que cayeron frente a los muros de Troya.
»En un giro propio de la mentalidad medieval, la «muerte por amor» no es sino otra forma (y quizás la más grande) de una muerte gloriosa. En este caso, el héroe/enamorado muere por su damisela, en el campo de batalla que es el desamor.
La pipa del profesor se había apagado nuevamente. Justo antes de que comenzara a llenarla por tercera vez, Çelik se dio cuenta de lo avanzado de la hora.
—Lamento muchísimo esta situación, señorita Corbridge —comenzó— pero se ha hecho muy tarde y debo marcharme. Espero haber contestado sus preguntas —sonrió, mientras comenzaba a levantarse de su silla.
—Tan sólo permítame unos momentos más de su tiempo —contestó Isilda, levantándose rápidamente de la silla, en un tono que no admitía negativa—. Prometo que seré breve.
»Tengo algo que contarte, Mahzun.

***

—Esta historia empieza en un tiempo muy antiguo, que no figura en ninguno de tus libros —comenzó Isilda, sentada en aquella silla como si de un trono se tratase.
»Según los cantores, había una joven cuya belleza sobrepasaba la de todas las otras. Como siempre, ellos exageraban en sus canciones, con tal de intentar hacerse con lo único que les ha interesado desde siempre a los hombres: aquello que está en medio de nuestras piernas.
»Pero ella era astuta. No estaba dispuesta a entregarle su bien más preciado a cualquiera, por lo que constantemente rechazaba a todos sus pretendientes, esperando por «El Elegido», aquel que demostrase ser realmente digno de ella. Así, esperaba que su hombre fuese apuesto, rico e inteligente... o nada.
»Entonces, apareció en el pueblo un joven cuya inteligencia y sabiduría superaban a la de todos quienes hubiese conocido. Por supuesto, también era bastante guapo, por lo que la muchacha no tardó en enamorarse locamente de él. Como siempre, nada es perfecto: el muchacho no tenía donde caerse muerto, por lo que la posibilidad de casarse con él con el consentimiento de su familia estaba perdida.
»Su padre, por supuesto, tenía otros planes para ella. Había decidido que su hija valía unos cuantos sacos de grano y una docena de vacas, por lo que la había vendido (perdón, «comprometido») con otro cerdo asqueroso como él, que se consideraba a sí mismo un «señor», que vivía a un par de porquerizas más allá.
»La joven, por supuesto, no estaba dispuesta a acercarse a menos de cincuenta pasos de aquel despreciable viejo, por lo que habló con su enamorado y le propuso un plan: ambos escaparían juntos y cruzarían el mar, para poder ser pobres (pero felices), lejos de quienes querían aprovecharse de su belleza.
»El plan, como todos los planes de los jóvenes, evidentemente no funcionó. A pesar de lo inteligente que se creía, el joven se dejó emborrachar por el padre de la muchacha, con la excusa de querer conocer a aquel que tanto tiempo pasaba con su bella heredera. Una vez lo tuvo inconsciente, el padre mandó a sus hombres a que le dieran una paliza y luego lo dejaran en un pantano cercano. Para mala suerte de la muchacha, su enamorado no sabía nadar, por lo que se ahogó en aquellas fétidas aguas, arruinando para siempre sus planes de felicidad.
»Sin embargo, ella era perseverante, por lo que decidió negociar su virginidad (y su alma) a cambio de los poderes necesarios para traer a su galán de vuelta a la vida. Sin entrar en muchos detalles, la joven consiguió lo que quería. Antes de marcharse del que una vez fuera su pueblo, eso sí, aprovechó para arrasar con toda aquella sarta de hipócritas e inútiles, dándole un trato «especial» a su papito querido.
»La verdad es que, como siempre, estas cosas son un poco más complicadas de lo que parecen. Para resumir la historia, luego de muchos esfuerzos, la muchacha pudo recuperar el cuerpo de su amado más o menos entero. Entonces, ocupó un cáliz (que había tomado prestado de un Señor local) para llevar a cabo el rito que lo traería de vuelta a la vida.
»Así, se bebió toda la sangre que quedaba en el cuerpo de él, derramándola en la copa poco a poco. Luego, se abrió la muñeca y llenó aquel cáliz, derramando luego su propia sangre por la garganta de su enamorado.
»Luego de un tiempo, el joven volvió a la vida, renovado y tal como había sido en su primera vida. Bueno, con excepción de un detalle: no recordaba nada de su historia con la muchacha. Cuando ésta intentó explicarle lo que ocurría, el «inocente» no le creyó y se escapó.
»Y bueno, el resto, como dicen, es historia. La muchacha lleva mucho (pero mucho) tiempo persiguiendo a este joven que, cada cierto tiempo, se olvida de su don y envejece unos años, creyéndose un mortal como cualquier otro. Entonces, la joven tiene que venir y repetir el ritual, para que su pobre idiota (del que todavía está enamorada, y por el que está condenada) no se muera.
»¿Te hace algo de sentido esta historia, querido?
—N... no... No sé a qué se refiere, señorita Corbridge.
—Vamos, vamos… ¡No empecemos de nuevo, por favor! Te me perdiste a comienzos de siglo (creo que estábamos en Francia; siempre te ha gustado Francia)... ¡Y mira cuánto has envejecido! ¡Si hasta casi te pareces a mi padre con esa facha!
»No me vengas con esa cara. ¿O acaso no sabes que tu nombre significa «triste» en turco? Que, en latín se dice...
Tristis.
—¡Muy bien! Y de ese adjetivo se deriva el nombre que esos estúpidos poetas te dieron, hace ya tanto tiempo. Y mi nombre actual, «Isilda» (bueno, es obvio), no es sino una versión anglosajona de mi nombre original, ¿o no?
El viejo sólo atinó a asentir con la cabeza
—Entonces... ¿qué vas a hacer ahora, mi Tristán? ¿Te someterás voluntariamente al rito o tendré que hacerlo a la fuerza, como las otras veces? Y no vengas con eso de que «No, no... ¡Es demasiado tarde!», como cuando intentaste escaparte de mí en Verona aquella vez.
»Nunca es demasiado tarde para nosotros. Tú eres mi Tristán, y yo tu Isolda. Y nuestro amor… nunca muere, querido mío.
En ese momento, de un bolso que el profesor no había visto antes, la joven extrajo un cáliz que parecía de oro, abollado por el maltrato y el uso. Mirándolo a los ojos, con esa mirada suya implacable, Isilda Corbridge le cantó con una voz soprano —y en perfecto alemán:
In dem wogenden Schwall,
in dem tönenden Schall,
in des Weltatems
wehendem All,—
ertrinken,—
versinken,—
unbewusst,—
höchste Lust!


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