martes, 25 de diciembre de 2012

Suspiros de plástico

Desde el alto cielo

Desde el alto cielo, el hijo de Dios (bis),
a esta baja tierra vino por mi amor (bis).
Tendido en la paja, temblando de frío (bis),
tiernamente llora el niñito mío (bis).
Del pobre Dios niño,
tenga compasión,
para consolarlo he venido yo,
pero de qué modo le consolaré,
aún dándole mi alma nada le daré.
Hijo de la Virgen, mi Rey y mi Dios (bis),
lleva si quieres esto, todo esto es para vos (bis).
Desde el alto cielo, el hijo de Dios (bis),
a esta baja tierra vino por mi amor (bis).
Del pobre Dios niño,
tenga compasión,
para consolarlo he venido yo,
pero de qué modo le consolaré,
aún dándole mi alma nada le daré.

Por Enrique Urbina.


            Ya es diciembre y, aunque no debería de sorprenderme, mi piel se eriza.  Van tres noches que ya lo oigo de nuevo, esperando a que, si no hago nada, se calle.
            El plan divino jamás cambia, jamás falla; y así, ya son 6 años que, en el principio del fin del año, en este mes, comienzo a escucharlo. En las noches de diciembre Él llora y yo recuerdo todo ¿Por qué? Porque desde hace tiempo yo sé que vivo y existo por ese llanto que suplica por mi salvación y por la de todos nosotros. Él hace su silenciosa llegada cuando el mundo simula pintarse -o envolverse- de verde y rojo, como si todos se vistieran de los colores de la bandera que es tejida anónimamente, tal vez por esos billetes verdes, para que la felicidad reine al menos en las caras (o ¿máscaras?) de la gente durante un mes. Ahí, entre las cajas de regalos, las luces de colores y los brindis hipócritas Él hace su aparición, y yo soy quien tiene que mantenerlo a salvo, porque el pecado mismo, a veces, parece que lo consume. Llora por nosotros, y yo soy el único que puede calmar ese dolor, aún por unos instantes. Parece que mi misión es solitaria, pero gracias a ella, mi mundo ha cambiado: yo ya no espero a escuchar el trineo de Santa Claus en el techo de mi casa, yo espero oír la música que acompaña a las lágrimas divinas. Pero este año, algo es diferente.
             Ese llanto de mandrágora que a veces parece de anciano que despierta de un sueño que ha durado toda una vida, y que a veces parece de un recién nacido, quien aún se lamenta por el primer sorbo -que sabe a muerte- de oxígeno que inunda sus pulmones; muestra de realidad que ha sido introducida -casi- por la fuerza a sus dos pequeños globos respiratorios, me recuerda que aún soy parte de esa labor (que tal vez es milenaria, no sé, sorprendentemente hasta para mí, no encuentro esta parte de la Biblia) que me es encomendada una noche donde el cielo de esta época, como cada año, está estrellado. Esa noche no me es posible comprender el lenguaje de los brillos que flotan en el cielo y, finalmente, es un ángel quien viene a mí a hacerme el anuncio de mi importante tarea. En los segundos en los que me habla esa noche recuerdo cómo lo nombran en lo alto, pero el olvido vuelve siempre que intento recordar su nombre...sí, su nombre al parecer tiene que ser olvidado, me cuesta trabajo revivir las letras que articula cuando pronuncia al presentarse en mi mente. Como lo digo anteriormente, en una noche estrellada; justo cuando el frío del blanco de la Luna comienza a hacerse paso entre los suéteres de lana y los guantes de algodón, el ángel sin nombre llega como luz de noche a mi mente y me recita mi futuro, pero éste no sucede como yo espero.
            La profecía tarda algunos días en suceder; pero, al fin, una noche, pasa. Yo lo recuerdo bien; las imágenes del primer encuentro regresan cada año. Todo pasa de nuevo.
             Como hace 6 años, yo me encuentro como ahora, sentado en mi cama, con mi casa iluminada -en el exterior- por cientos de pequeños focos de colores que parecen superar hasta al mismo arcoiris, y escucho un llanto. Vivo solo, y no espero visitas esa noche, pero sé que el llanto viene de una parte de mi casa; del piso de abajo seguramente. Después, con curiosidad (de esa que mata al gato) decido bajar, buscando la fuente del plañidero. Con cada puerta que se abre viene un interruptor que deja salir la luz de los focos; sé que, si es un peligro el que está acechando y, con el llanto, está atrayéndome hacia su trampa, no habrá alguna diferencia si la luz está prendida, pero no se piensa en esas pequeñas cosas cuando la gente se siente en peligro; después de todo, somos animales del día. Continúo buscando; aunque la imagen del mensajero celestial aún sigue en mi mente, todavía no logro hacer la conexión entre ese suceso y el llanto que escucho en esos momentos; por eso voy con cuidado, busco la fuente del quejido por todos lados, pero ésta parece venir de las paredes mismas.
            Me rindo, por fin. Mi casa ya está inundada (por dentro) de luz blanca y yo ya me siento acorralado; el lloriqueo parece adentrarse cada vez más en mi mente y no hay manera para mí de defenderme. Estoy ahogándome de luz y -creo- volviéndome loco. Comienzo a dudar de muchas cosas, incluso de mi cuerpo; pienso que es casi seguro de que son mis tímpanos quienes me juegan una mala pasada, pero en nigún lugar el quejido deja de oírse. Momentos de tensión pasan hasta que me quedo dormido en la alfombra de mi sala.
             No logro soñar nada, son sólo unos minutos los que duermo. El sonido del suplicante me despierta, y ahora las luces de la casa están apagadas. Todos los interruptores que controlan la corriente de luz descargada en las lámparas son desactivados mientras dormía; todos excepto las del pequeño (y artificial) árbol de Navidad que está junto a la entrada.
            Esas contadas luces que simulan una enredadera de cristal y plástico sobre el pequeño pino, y que a la vez forman un pequeño oasis de luz en la obscuridad, eternidad en la que ahora me encuentro  sumergido ante mi repentino despertar, despojan de toda sombra a la pequeña representación divina que se encuentra debajo. En ese pequeño espacio iluminado está el único lugar -y cosa- donde olvido buscar a quien sufre; ahí, debajo del árbol, entre marañas de heno y hojas de pino se encuentra un pequeño nacimiento de porcelana y resina que pertenece a mi familia desde hace muchas generaciones. Esa representación del nacimiento de Jesús, que ahora se encuentra puesta, como cada año en diciembre, ya no vale nada. Es, como digo, de hace mucho tiempo; la clásica antigüedad que todos tienen en sus casas, irremplazable por su valor sentimental, pero también porque ésta ya es demasiado vieja como para que aún tenga algún valor monetario. En fin, recuerdo que yo me acerco al nacimiento lentamente, con miedo, como si algo de la selva miniatura fuera a saltar sobre mí y atacarme. Me siento, en el camino hacia el árbol con luces, caminando lentamente a la salida de una casa en llamas en la que la única luz es también mi verdugo. Llego, temblando, al oasis. El llanto ha vuelto, pero ahora sé que está cerca, se escucha cerca, pero nada se mueve. Me inlcino sobre el nacimiento y comienzo a buscar entre la simulación de paja. Nada. Sólo el llanto se sigue escuchando. Y la desesperación vuelve. Mi cuerpo se vuelve a tensar de nuevo; ya me pienso muerto de loco.
            Pero antes desvanecerme -otra vez- volteo hacia el pequeño pesebre y veo algo. Observo que todo está completamente estático, pero las palabras del mensajero se materializan en el heno que está alrededor. Reconozco al que se quejaba.
            Ahí, pequeño y plastificado, la figura del Jesús recién nacido llora; no se mueve, pero sé que Él es quien llora. No hay algún movimiento, el muñeco se encuentra completamente inmóvil, pero estoy seguro de que el llanto proviene de Él. Me acerco al niño en el pesebre para comprobar que no cobra vida, pero nada sucede. Al menos nada visible porque, de pronto, casi sin darme cuenta, todo se ha resuelto. Él ya no llora. Todo parece normal en los momentos anteriores a la resolución del conflicto: yo me acerco al bebé de plástico, el llanto se escucha, nada parece cambiar. Sin embargo, cuando mi rostro casi entra por completo a la construcción (que simula un granero) en la que el pesebre está, un suspiro se me escapa. Así, sin más, yo suspiro involuntariamente y siento un pequeño vacío en mí, un pedazo de mi alma se me ha ido con ese suspiro y, por fin, el niño deja de llorar. Ahora sé que esa es la tarea que me es encomendada para repetir hasta el fin de mis días.
            El sonido es familiar, pero escucharlo después de un año de silencio, aún me produce escalofríos.
            Y ahora las cosas son diferentes. Dudo ¿Es una bendición o una maldición esta tarea? Ya es el tercer día que llora, y no bajo a ayudarlo. Tengo miedo de seguir así, de perder por completo mi alma algún día, pero también del castigo por no cumplir la tarea. Comienzo a pensar que perder un fragmento de mi alma por más de un lustro me está afectando negativamente. Cada año, después de diciembre, me siento menos humano. Ya lo escucho de nuevo, y mi alma parece no ser suficiente para callar su llanto, ella tiembla, al igual que mi dedo en el gatillo de la pistola que se encuentra recargada contra mi sien.

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