viernes, 16 de agosto de 2013

Con el pie derecho

Por Matías Raña.

El amor poco tiene que ver con las citas, con el protocolo de conquista, con la ansiedad que genera esa mano que no se anima a tocar la otra mano pese al manto de oscuridad que proporciona una sala de cine. El amor no juega ningún papel cuando una de las partes se queda de veinte a treinta minutos de pie, con el celular en la mano, de frente a la heladera de su casa cual autista, debatiéndose si debe enviar ese mensaje de texto que dice “te extraño”, por miedo a quedar como una persona desesperada. No fue amor lo que llevó a Melenao a pelear por Helena, desembarcando en Troya con un ejército temible. ¿Podríamos llamar amor a la relación de Hamlet y Ofelia? El amor, pensó Elena – como la griega, pero sin la muda consonante delante -, es un detalle ínfimo escondido entre miles de circunstancias cotidianas que se confunden fácilmente con el sentimiento tan anhelado.
Ella ya había decidido que no iba a intentar muchas movidas más en ese campo. Algunas noches extrañaba un compañero de cama, pero había encontrado reemplazos que no le preguntaban, momentos después, si el yogurt que había en la heladera estaba vencido. Otras veces se encontraba con algún compañero cuyos códigos de convivencia transitoria incluían levantar la tapa del inodoro y acertar al blanco elemento sanitario. Así mantenía un sano equilibrio entre su trabajo, la carrera mil veces postergada de Relaciones Públicas, una madre hipocondríaca con un severo caso de “necesito un nieto antes que mi espalda no pueda cargarlo”, y un grupo de amigas con una obsesión por el anillo dorado que deja a Golum como un niño de pre-escolar.
Pese a esto, aceptó la invitación de Nicolás, un ex compañero de la facultad que la llenó de mensajes por Facebook y celular. No fue la insistencia, no fue la ductilidad en la redacción de los mismos – “dale morocha, ¿xq no me das 1 chanc”- ni siquiera una cuestión de atracción física, ya que Nico no se acercaba a su canon de belleza ni tomando un atajo. Aceptó la invitación para acallar los rumores sobre la elección “consciente” de convertirse en una tía solterona, en una vieja bruja incapaz apasionada por los exámenes médicos, en una alimentadora compulsiva de palomas callejeras. Nicolás era un placebo para su grupo social, la prueba fehaciente de su buena voluntad para sociabilizar con el sexo opuesto a un nivel íntimo. Era su fachada. El crimen perfecto.
Tampoco Nicolás buscaba a su Dulcinea. En sus años mozos se la pasó intentando meterse debajo de cuanta falda pudiera. Tenía un humor tan naif que hasta los profesores no podían evitar jugarle bromas que jamás entendía. Pese a esto, sumó conquistas insólitas, de esas que provocan a quienes se enteran un sentimiento de alegría por lo épico. Es mítica la anécdota de Silvana, una ex modelo devenida en alumna condecorada en Medicina. Rebotó a tantos hombres con propuestas de lo más diversas, estableciendo su reputación de “imposible”. Reputación que Nicolás derribó una noche de boliche, cuando consiguió alejarse con ella hacia la zona de los reservados. Para darle más crédito al improbable Adonis, Silvana era abstemia. El alcohol no jugó ningún rol en la toma de la Bastilla.  
Algo tenía el muchacho. Era el placebo perfecto.
Sin expectativa de ningún tipo en cuanto a la salida, eligió una pollera que apenas llegaba a las rodillas, pero que resaltaba sus curvas aún intactas. Una camisa turquesa y algunos accesorios – no muchos, ni pocos, los necesarios – complementaron el atuendo. Se admiró frente al espejo y decidió que no se veía como una mujer desesperada por compañía. Juntos a las palabras adecuadas, no había posibilidad que Nicolás interpretara aquella salida como un indicio de apertura a la seducción. Sería, entonces, una mera salida con un ex compañero de facultad, para rememorar viejas épocas, reírse un poco y volver a la comodidad del colchón y el aire acondicionado antes de las doce de la noche.
Tan sólo cuatro cuadras, cuatrocientos metros insignificantes la separaban del bar en el cual debía encontrarse con Nicolás. Pero desde los primeros cuarenta, todo empezó a torcer el rumbo. En la primera cuadra descubrió que se había puesto unas medias de nylon demasiado finitas. No pasó más de un minuto hasta que un arbusto traicionero estiró una rama y le hizo un tajo en la prenda que se veía desde la esquina. No le dio mayor importancia, se repitió como un mantra que no tenía más intensiones que charlar, no impresionar a su cita.
La segunda cuadra le reparó una segunda sorpresa: el tacón de su zapato izquierdo se inmoló en un pequeño bache, agujero urbano que en cualquier otra circunstancia no hubiera significado obstáculo alguno para su firme andar. El sacudón del cambio de equilibrio fue brusco, lo cual hizo que el broche que sostenía su cabello en un sobrio rodete saliera despedido, revelando la naturaleza salvaje de sus ondas. Pronto no tardó en absorber la humedad veraniega del exterior, y comenzó a inflarse cual pochoclo.
Renqueante, duplicó el tiempo que habitualmente le llevó hacer los cien metros que componen una cuadra. Descubrió que el terreno de las veredas, con el enorme mosaico de baldosas de distintas tramas, fisuras y hasta promontorios en miniatura era una pista de rally para aquellos que no disponen del calzado adecuado. Ir descalza no era una opción, los fines de semana cientos de esquirlas de vidrio copaban los caminos, en una prueba fehaciente del desprecio que tiene Dios para con las mujeres que usan tacos endebles. El reflejo de una enorme vitrina le devolvió la imagen de un león antropomorfo desgastado, rengo y con cara de pocos amigos.
El conductor de una camioneta reparó en la tan peculiar mujer, frenó la marcha, bajó la ventanilla y largó una de esas poesías guarras citadinas carentes de gusto alguno. “¡Si te agarro yo te dejo igual mamita, pero por lo menos te llevo en auto hasta tu casa!” Aceleró, tras reírse solo, dejando a Elena de mal humor, y con un renovado odio hacia los conductores con labia de troglodita.
En la tercera cuadra, el trayecto se convirtió en una odisea digna de una película de los hermanos Farrely: un paseador de perros, con su jauría excitada, copó el escaso ancho de la pasarela. Fue una aparición sorpresiva, el hombre salió del palier de un edificio con los canes, y le interceptó el paso. Auriculares de por medio, clavó la vista en el suelo y avanzó hacia ella, que intentó una maniobra fútil para esquivarlos. No funcionó. Un enorme weimaraner gris, más simpático que inteligente, entendió que el agitar de los brazos de Elena eran una invitación a unos mimos, y no un desesperado intento por mantener el equilibrio. Se paró sobre sus cuartos traseros y apoyó sus enormes patas en el pecho de la mujer, que cayó al suelo con un golpe sordo. Dos lambetazos más tarde, la mujer se encontró con el nuevo estampado de su camisa en forma de huella perruna, el maquillaje corrido por el amor del animal, y la imagen de si misma derrumbada.
Sacó fuerzas de algún lugar desconocido avanzó, renga, con un peinado leonino, las manchas del perro, la media de nylon rotas, maquillaje corrido y un nuevo aprecio por el sillón de su casa y la televisión de treinta y dos pulgadas, cuestionando a cada torpe paso por que no daba media vuelta y, con dos mensajes de texto le encajaba una excusa al muchacho para cancelar la salida. Si al final, ni amigos eran.
“Es un tipo que me quiere llevar a la cama, nada más que eso, y yo que no tengo ganas ni de comer una lata de atún, menos ganas tengo de bancarme sus estrategias idiotas para seducirme. Aparte, me va a ver y se va a reír por dentro, va a pensar que soy una loca, que mi casa está habitada por gatos viejos que dominan mi vida, que ni siquiera tengo autoestima suficiente para arreglarme bien un sábado a la noche.”
Le quedaban unos sesenta metros ya, eternos, dolorosos, un poco humillantes. Divisó la figura de Nicolás a lo lejos, de pie, con su porte un poco encorvado y los lentes enormes – “ahora tan de moda por esos retrógrados que se creen cool”, pensó ella – y una impaciencia traducida en el rítmico repiquetear de su pie derecho contra la vereda. “Puntual el muchacho. Por lo menos la salida va a durar menos si no tengo que esperarlo.”
Casi arrastrando la pierna más corta, reprimiendo unas lágrimas de impotencia ante la risa maliciosa de dos mocosas, llegó ante el hombre. Le tocó el hombro para sacarlo de su universo, ya que Nicolás estaba silbando alguna melodía insulsa con la vista clavada en algún punto cardinal que ella ya no podía identificar. Lo primero que Elena vio, cuando él giró la cabeza para enfrentarla, fue su reflejo en los cristales. “Esto es peor de lo que pensaba, es un papelón con todas las letras, en mayúsculas y resaltadas.”
“Perdón por la demora.” Escupió, con la furia de Hefestos tras descubrir que le habían birlado el fuego. Alguien pagaría las consecuencias, y ese alguien era el pobre e inocente Nicolás. Lo supo desde que abrió la boca para largar un saludo que nunca llegó. “Fue un camino bastante accidentado, disculpa.”
Entonces, algo cambió. Con un movimiento torpe e inocente, Nicolás sacó su mano de la espalda y le entregó dos rosas, una blanca y otra roja, envueltas con ahínco en papel celofán. Elena notó el rubor en las mejillas del hombre, el temblor del brazo estirado, la desesperación ante la expectativa de saber si ella recibiría el agasajo o no. La tomó por sorpresa, completamente por sorpresa.
Tal era su estupor, que no amagó siquiera a recibir el regalo. Ella, desarreglada por una lluvia de calamidades, se había calzado un refuerzo extra a su armadura, que cedió ante el gesto tierno de su cita.
“Sé que puede sonar ridículo, y que hace mucho que no nos vemos ni hablamos, pero quiero decirte que estas mucho más hermosa de lo que me acordaba Elena.”
¡Alerta! Lagrimales trabajando, humedad en los ojos, emoción a flor de piel. ¡Abortar! ¡Abortar!
Pero no pudo abortar. Se emocionó. Nada le indicaba que aquella frase, dicha con soltura, pero con vestigio de timidez, encerrara otra intensión que la de manifestar un pensamiento añejo, encarcelado. Aquella oración le sonó al grito de libertad del alma, y se sintió honrada. Por ahí no era un tipo que se la quería llevar a la cama y nada más, por ahí Nicolás tenía planes más profundos que una simple sesión de sexo y después volar como polilla saciada. ¿O tan bajo podía caer un hombre para decirle a una mujer de tan castigado aspecto que era bella? No recordaba a su ex compañero como un cínico, ni por error.
Nicolás se puso del lado rengo de Elena, y se ofreció como muleta. Ella aceptó, junto al pañuelo de papel que él le extendió para que se limpiara el maquillaje corrido. El contacto de aquella mano sobre la cintura le provocó una linda sensación, nada erótica, sino más hermosa aún: sintió que era correcto que él la agarrase por aquella zona geográfica de su cuerpo. Apoyó el peso de su cuerpo desequilibrado en él, y los dos se adentraron al bar.
Ya no le importó la mirada curiosa de cuanta persona cruzaron. Ni siquiera reparó en el tono petulante de la mesera, mucho más joven y presentable que ella en aquel momento.
“Lo que sí, Elenita, me vas a tener que contar contra cuantos soldados persas te enfrentaste hasta llegar hasta acá.” Dijo él, desviando la mirada de inmediato, con el temor a haber arruinado la cita por aquel chiste insulso. Sin embargo, ella sonrío, y a eso le siguió una risa que fue subiendo de volumen.
Los nervios de él se calmaron.
Ella giró la cabeza, un poco avergonzada, y se descubrió coqueta pese a todo.
La cita comenzó, contrario a todo el trayecto de ida, con el pie derecho y paso firme.   
    
La consigna era escribir un cuento inscripto dentro del género “comedia/comedia romántica” 

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