martes, 24 de diciembre de 2013

Como agua y aceite

Por Gean Rossi.

Puso la pequeña caja envuelta en papel rosado con impresiones a rayas negras bajo la chimenea. O tal vez fuera negra con rayas rosa… Bueno no importaba mucho.
            Dejó el paquete allí un segundo mientras buscaba en el bolsillo la etiqueta, cuando escuchó unos pasos detrás de él. Por un momento pensó que imaginó el sonido.
            —¿Quién eres? —preguntó una voz aguda tras él.
            Se giró con sobresalto y vio a la pequeña niña a la que supuso pertenecía el regalo.
            No dijo nada, desde que empezó en la compañía nunca lo habían descubierto de aquella manera tan directa.
            —Eres un… —siguio ella, puesto que él no tenía palabras para justificar su intrusión en aquella casa— ladrón?
            —¿Un ladrón?, ¡No! Yo no soy ningún ladrón yo…
            —Mmm… Entonces ¿qué eres, y qué haces en mi casa?
            —Soy Desconocido y no soy un ladrón.
            —Pues los desconocidos no entran en las casas de los demás, a menos que sean ladrones. ¡O un gato! Pero los gatos son lindos.
            —Mira niña estoy cumpliendo mi trabajo, esto es para beneficio tuyo, así que no estaría mal que vuelvas a la cama, vamos anda, los niños tienen que dormir bastante si quieren crece...
            —¡Un regalo! —exclamó la pequeña cuando divisó la caja envuelta—, ¿Es para mi?
            —Pues… si, ¡digo!, ¡no! —empezaba a ponerse histérico— ¡Aún no puedes abrirlo! Tienes que esperar a que amanezca, como todos los niños buenos.
            —¿Por qué debería esperar?, ¡además que yo no soy como los demás niños! —gritó, también exasperada.
            —¡Shhh! ¿Es que piensas despertar a tus padres o qué?, no sabes los problemas que tendría si me vieran.
            La niña pareció no darle mucha importancia a lo que dijo.
            —Entonces… ¿Eres un ladrón sí o no?
            —¡NO!
            —Bueno así que eres un ladrón que trae regalos… eso no cuadra.
            —Mira niña —dijo mientras cruzaba la habitación en dirección a la ventana abierta de la sala de la casa—, el tiempo sigue corriendo y ¡POR DIOS! ¡ya son las once y todavía me queda trabajo por hacer! Así que me haces el favor y te vas a dormir.
            —Oye pero no me trates así… Yo solo quería conocerte. —empezó a llorar.
            Esto no puede estar pasando… dijo en su cabeza mientras se frotaba las sienes para intentar conciliar la paciencia.
            —Ok, ok… te seré claro, te contaré todo sobre mí, o mas o menos eso intentaré si me prometes que no le dirás nada de esto a nadie y luego que termine te iras a dormir ¿quedó claro?
            La pequeña, que vestía con una pijama amarilla pareció indecisa y triste pero asintió al final sin protestar mucho.
            —Bueno, esta bien.
—A ver… —¿Por dónde empezar? Tenía que ser lo más breve posible—, soy una especie de… empleado, ¡sí! empleado. Es una compañía secreta o al menos así debe mantenerse. Nos crían desde pequeños allí, en el subterráneo, donde nos entrenan en el arte del ensamblaje y el sigilo. Y a partir de los dieciocho años a cada uno se le asigna una zona específica en el mundo para el Día del Juguete, no podemos casarnos, tener hijos ni familia, solo vivir y morir para con el deber, fin. Ahora me voy.
—¡No!, ¡Espera! —la niña pareció no entender nada —¿Cómo es eso de una compañía? ¿Los crían? No comprendo, o sea ¿Es un trabajo eso de repartir juguetes?
—Claro niña ¿O quién crees que te trae los regalos?, ¿Santa? —emitió una fuerte carcajada—, el pendejo ese no mueve ni un dedo. Todo lo tenemos que hacer nosotros. ¡Todo!, el  año entero la pasamos haciendo juguetes hasta más no poder, y luego nos toca repartir lo creado en el Día del Juguete. Solo para complacer a ese gordo imbécil y quedar ante todos como  “El hombre que reparte felicidad a los niños del mundo”, cuando en realidad somos nosotros los que trabajamos como unas mulas bajo el estandarte de un hombre gordo con todo el dinero del mundo que no nos deja hacer más nada que trabajar.
—Entonces… ¿Santa si existe?
—Sí. Ahora me largo y dejo de existir para ti. —dijo mientras salía por la ventana.
—¡No te vayas! —exclamó la pequeña que corría hacia él—, Por favor, llévame contigo.
—No puedo, está en contra de miles de reglas además, ¿para qué quieres venir?, ¿para trabajar como una burra? Créeme que no es muy divertido. Además tus padres estarían muy preocupados si desapareces.
—Mis padres murieron cuando era muy pequeña y desde entonces he vivido con mis tíos que son de lo peor, me pegan, me gritan y me tratan mal. Por favor te lo suplico —la niña lloraba desenfrenadamente.
—Lo siento, cumplo con mi deber. —concluyó y empezó a caminar en dirección a la calle con una bolsa negra sobre los hombros.
Que niña tan peculiar, se decía desde que salió de allí. No paraba de pensar en ella. Nunca había tenido problemas con los niños, una que otra vez alguno sonámbulo o con tanto sueño que no distinguirían una banana entre un ramo de uvas. Pero lo que le parecía interesante es que nunca había entablado una conversación tan larga con nadie.
Siguió casa por casa, dejando regalos aquí y allá. Iba saliendo de una cuando se tocó el bolsillo y sintió algo.
—Me faltó la etiqueta… —murmuró a la noche. La sacó y se quedó mirando el nombre—  Patricia…Así que ese es su nombre.
Empezó a correr con la bolsa dando golpes a la espalda. Se sentía terrible, no podía pensar siquiera en dejar un trabajo inconcluso.
Llegó a la casa y entró por la ventana como había hecho antes. El paquete seguía donde lo había dejado, la niña ni siquiera se había preocupado en abrirlo. Puso la etiqueta sobre una de las líneas negras del estampado pero no se sentía satisfecho aún, le faltaba algo.
            Escuchó un llanto en alguna parte de la casa; estaba seguro que seria de ella. Se empezó a sentir mal. Tomó el paquete y se lo llevó bajo el brazo.
            Se detuvo frente a una puerta de madera que disminuía un poco el llanto pero aun así retumbaba bastante en las paredes. Si sus tíos se despertaban estaría en verdaderos problemas. Por un segundo se preguntó qué estaba haciendo ahí en vez de seguir con su deber, no podía responderse a sí mismo las preguntas que se planteaba.
            Tocó la puerta antes de entrar. La niña estaba enrollada a la almohada de su cama, bañándola de lágrimas en sonoros sollozos. Al escuchar la puerta se sobresaltó, seguro que no esperaba volverlo a ver.
            —¿Qué quieres? —preguntó con los ojos rojos abiertos como platos.
            —Te traigo un regalo —le puso la cajita frente a ella.
            —Anda a ponerlo bajo el arbolito —lo tiró al suelo y se abrió permitiendo al conejo de peluche que había dentro respirar un poco de aire—, y sigue con tu trabajo.
            —Pero… bueno está bien… ¿eso de ahí es una mesa de ajedrez? —se sorprendió al ver una dentro del cuarto de esa niña, el ajedrez, aparte de leer era su hobbie favorito.
            —Sí, ¿por qué? ¿La quieres regalar a alguien?
            —Seguro que te puedo ganar.
            —¡No te creas mucho! —la niña esbozó una pequeña sonrisa.
            Se sentó en una de las sillas y se le quedo mirando a los ojos fijamente hasta que desistió de su momento de rabia y se acercó lentamente al otro lado de la mesa.
            No hablaban, se limitaron a armar estrategias, jugar, reír y olvidarse del mundo y sus problemas. A las afueras retumbaban en el cielo los fuegos artificiales.
—Jaque mate —dijo por fin la niña.
—No puede ser… —murmuró mientras veía un leve brillo que entraba a través de las persianas— está amaneciendo.
—¿Te tienes que ir? —sonaba triste.
—No solo eso… me faltaron cientos de regalos por entregar, ¡me van a matar!
—¿Y ahora?
—No puedo dejar que me vean, tengo que escapar.
Ambos jadeaban, llevaban al menos una hora subiendo aquella larga montaña y el peso de los morrales que habían llenado de comida los estaban matando, la niña se detuvo a mirar.
—Que hermosa se ve la ciudad desde aquí. —dijo con su voz aguda.
—No hay tiempo de detenerse, creo que ya habré perdido la cuenta de cuantas reglas hemos roto ya. —se detuvo un segundo a mirar también— tenemos que seguir y llegar a algún pueblo pequeño, conseguir trabajo y ver cómo nos mantenemos. Creo que va a ser difícil y… —empezó a llorar.
—Oye… No me has dicho tu nombre aún.
—No tengo nombre. Soy Desconocido ya te lo dije.
—Pues no creo que nadie te crea que te llamas así, necesitas un nombre, o algo así como un alias. ¿Cual te gustaría?
—Me gusta Robe, Robe Ferrer, alguna vez lo vi en un regalo y me gustó.
—Un gusto Robe, yo soy Patricia pero ahora seré… ¡Alicia! Sí, ese mismo. Ahora párate y vamos.
—¿A dónde vamos a ir? No sé como lleva la vida la gente común.
—Yo tampoco, nadie lo sabe. ¿O acaso crees que existen los manuales que enseñan a vivir?, el futuro es impredecible y a veces trae cosas buenas y cosas malas, cambios inesperados y muchas cosas más. A veces lo mejor es dejarse llevar por la vida.
—Vivo en un subterráneo comandado por un obeso donde no hay mucho que hacer, ¿cómo esperas que te entienda?
—Pues vamos a averiguarlo, Robe. —concluyó y le estiró la mano para que se levantara.
Emprendieron la caminata otra vez montaña adentro, habían descansado un rato entre la pequeña charla que tuvieron y se sentían con algo más de energía. Pensaba en muchas cosas; en lo mal que había dejado su labor, en las reglas rotas, pero por un momento no le importó, no le importaba nada ya, simplemente dejarse llevar por sí mismo, hacia donde sea que el destino los fuera a deparar.


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