lunes, 23 de diciembre de 2013

El relevo de Papá Noel

Por Robe Ferrer.

Luis Seijas, o Luicho, como le gustaba que le llamaran sus amigos cerró el libro de Stephen King que leía en esos momentos. Como marcapáginas utilizaba un billete de su colección especial. Le gustaba coleccionar billetes con número de serie capicúa. Los tenía de todos los países y épocas. Billetes de países que ya no existían y de países que prácticamente acababan de nacer.
A sus treinta y tres años no tenía trabajo fijo ni pareja estable. Respecto de lo primero, hacía chapuzas aquí y allá para ganarse la vida, pero la cosa últimamente se había complicado demasiado y apenas recibía encargos.
Respecto de sus relaciones sentimentales, su inseguridad y ser tan terco no le habían servido para nada bueno. Se obstinaba tanto cuando tenía razón (o creía tenerla) que nunca daba su brazo a torcer y aquello no le gustaba a las mujeres con las que había intentado compartir su soledad.
Bob Marley sonaba de fondo. Siempre le gustaba escuchar aquel disco cuando leía a su autor favorito. Se acercó al reproductor de mp3 y lo apagó. En breve empezaría un pequeño maratón con tres de sus series favoritas seguidas: The Walking Dead, Falling Skies y Pablo Escobar.
Por suerte, aquello no lo delataría; no como el maldito Internet. Llevaba dos años en busca y captura por aquel asesinato. No había sido culpa suya. Él no quería hacer daño a nadie. Simplemente necesitaba el dinero para poder vivir. El golpe iba a ser rápido y limpio. Las pistolas ni siquiera iban a ser de verdad.
Aquel lunes de octubre entrarían en la sucursal bancaria con la cara tapada y amenazando a los que se encontraran dentro con las pistolas simuladas. Nadie se resistiría y los empleados del banco les harían entrega de una sustanciosa cantidad. Lo suficiente para ir tirando una temporada, hasta que encontrara un buen trabajo.
Gonzalo y él entrarían al banco mientras que Emilio los esperaría en el coche para huir. Todo estaba apunto y a la hora convenida los dos compañeros entraron en el banco dando gritos y amenazando con las pistola a todos los que se encontraban en el interior. Gonzalo corrió hacia el hombre que se encontraba detrás de la caja y le dijo que si pulsaba el botón de alarma le metería un trozo de plomo entre ceja y ceja. Entretanto, Luicho mantenía a raya a los pocos clientes que había en aquel momento, ora apuntando a unos ora a otros. En quién más hincapié hacía era en una mujer poco mayor que él que llevaba un vestido con colores fríos como el azul y el verde. Se había fijado en ella porque aquellos eran sus colores predilectos y porque la mujer era muy atractiva. A pesar de todo, no se distraía de los demás.
Gonzalo gritaba al cajero para que metiera el dinero más rápido en las sacas que tenía en sus manos. EL cajero comenzaba a acusar el estado de nerviosismo y la mayoría de los billetes caían al suelo. Gonzalo le golpeó con la empuñadura de su arma en la sien derecha y el trabajador cayó al suelo sin sentido.
Uno de rehenes comenzó a inquietarse e intentó escapar. Luicho se abalanzó sobre él y lo derribó. La mujer bonita se lanzó a su vez contra Luis y este, en un acto instintivo que nunca supo de dónde nació, apretó el disparador del arma. Sabía que aquello era inútil ya que el arma era simulada.
Una detonación retumbó en el local, ligeramente amortiguada por el cuerpo de la mujer. A Luis se le abrieron los ojos como platos. ¿Cómo era posible que un arma simulada pudiera disparar? Gonzalo lo sacó de sus pensamientos y de entre aquellos dos cuerpos, uno sin vida y otro asustado, y lo arrastró fuera del banco. Lo empujó hacia el coche y le hizo entrar en el asiento del copiloto.
Emilio, que mantenía el motor en marcha, pisó el acelerador a fondo y abandonaron el lugar con un molesto chillido de los neumáticos sobre el asfalto.
Dos horas después, llegaron a una casa de campo que era propiedad de la exmujer de Gonzalo.
—¿Por qué tuviste que disparar? —le recriminó Gonzalo.
—Aquella mujer me atacó, me puse nervioso y yo no sabía… —comenzó a defenderse Luicho. Entonces cayó en la cuenta de algo y se envalentonó—. Además, las armas no se supone que iban a ser de mentira, ¿por qué son reales? Íbamos a robar un banco, no a matar a nadie.
—Y no lo habríamos matado si no hubieras apretado el gatillo.
—Y no lo habríamos matado si no hubieras cogido armas reales —continúo Luis en su defensa.
—Aquí se separan nuestros caminos —intervino Emilio. Apuntó con su arma a Luis y le disparó en mitad del pecho. Después lo introdujeron en el maletero del coche y lo arrojaron a un barranco. Allí reposaría por el resto de sus días.
Pero aquí se equivocaban los dos compañeros del asalto. Luicho tuvo la fortuna de que a los pocos minutos pasó por allí un grupo de excursionistas que avisaron a las emergencias sanitarias. El hombre permaneció en coma en la unidad de cuidados intensivos hasta la Nochebuena. Cuando se recuperó el contó que lo habían asaltado y uno de los asaltantes le disparó, que no recordaba nada más: ni su nombre, ni la dirección de su casa, ni su edad.
Nadie lo relacionó con el asalto hasta que dos meses después sus compañeros en el atraco fueron detenidos y confesaron que lo habían matado. Sin embargo, su cuerpo nunca apareció.

Luis disfrutaba de una segunda oportunidad y esta vez iba a hacer las cosas bien. Sabía que haber despertado del coma en plena Nochebuena era un presagio.
Encendió su televisor y en lugar de sus series favoritas, en la pantalla apareció la cara de una persona que nunca había visto pero que cualquiera reconocería sin ninguna duda: era Papá Noel, Santa Claus, San Nicolás o Viejito Pascuero. Pensando que era un anuncio o que se había equivocado de canal, Luis pulsó el botón del mando a distancia de su televisor. Los canales iban cambiando, pero en todos ellos la imagen era la misma.
—Luis, no te asustes —le dijo la imagen del televisor—. Tú sabes quien soy y yo sé quien eres tú. Tengo un mensaje importante que darte.
Luis se encontraba sin habla frente al viejo aparato que tantas horas de evasión de la realidad le había proporcionado.
—Sé lo que pasó en aquel banco y sé que tú no querías disparar. Afortunadamente aquella mujer sobrevivió, igual que has sobrevivido tú. Yo pedí a Dios que te diera una segunda oportunidad, que te hiciera renacer el mismo día que su Hijo y ahora debes cumplir con una importante misión. Yo ya soy muy viejo, más de lo que tú o nadie podáis imaginar y empiezo a estar cansado. Hace muchos años que le llevo pidieron al Señor que busque un sustituto y me conceda mi merecido descanso eterno. Y aquí es donde entras tú en juego.
—¿Me estás diciendo que quieres que sea el nuevo Papá Noel? —se asombró Luis—. Pero yo… No sé, nunca me había planteado esto.
—Tampoco te habías planteado disparar a una persona y lo hiciste. Esta es tu oportunidad de resarcir el mal que hiciste en aquel momento y con ello harás feliz a millones de personas en todo el mundo. Si aceptas, en unos segundos el trineo mágico guiado por Rudolph llegará a tu puerta y pasarás a ser una leyenda.
—Y, ¿cuánto tiempo tengo que ser tú? —preguntó.
—Hasta que tú lo decidas. Cuando creas que has pagado por tu error y has resarcido tu mal, podrás pedir que te busquen sustituto. Al principio pensarás que el tiempo será poco, que enseguida dejarás el puesto. Sin embargo, cuando vayan pasando los años y las Navidades se vayan acercando, te vas a sentir con fuerzas renovadas y desearás más que nunca que llegue el día de Navidad para ver las caras de esos niños al abrir sus regalos. Es como una droga que te engancha y no quieres dejar.
—Está bien. Acepto —dijo Luis sin el más mínimo instante de duda. Seguramente estaba dormido y aquello era un sueño.
—A partir de ahora, ya nadie te conocerá como Luis Seijas, si no como Papá Noel en unos países y Santa Claus, San Nicolás o Viejito Pascuero en otros. Tu aspecto pasará a ser el que está viendo en la pantalla ahora mismo y llevarás la felicidad por el mundo.
La imagen de la televisión cambió en lugar de Papá Noel apareció la cara de un joven vestido con pieles. En la calle sonó un cascabel y la puerta se abrió de repente. La cabeza de un gran reno apareció en el umbral. Se inclinó hacia abajo, como haciendo una reverencia.
Luis miró su cara en un gran espejo que tenía cerca de la puerta y vio que tanto su rostro como su cuerpo habían cambiado y eran los del anciano que momentos antes había estado en la televisión.
—Luis, o mejor dicho Papá Noel —le llamó el joven que ahora estaba en la pantalla—. Mi autentico nombre era Caín y maté a mi hermano hace mucho tiempo. Creo que he pagado por mi crimen y me gustaría retirarme a mi descanso eterno.
—Tu castigo ha sido cumplido con creces —respondió el nuevo Papá Noel—. Ahora descansa y que tengas una eterna Feliz Navidad.


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