martes, 24 de diciembre de 2013

Festín de Navidad

Por Florencia Saade.

Cuando Chiche vio en la cartelera que colgaba al lado de la Oficina de Personal que ese veinticuatro le tocaba trabajar, su apacible rostro logró disimular la catarata de insultos que por dentro propinaba. La puta madre que lo parió, el veinticuatro, rumiaba mientras avanzaba por el pasillo largo. En los últimos años nunca le había tocado hacer un turno una víspera de navidad, pero por alguna maldita circunstancia del destino necesitaban las instalaciones el veinticinco y todo debía estar en orden ese día.
Cuando volvió a su casa, se lo comentó a su mujer Valeria, mientras preparaban algo para la cena. Ella lo tomó con tranquilidad y le aconsejó que tratara de tomarlo sólo como una eventualidad, que no sería ley que todos los veinticuatro de diciembre tendría que suceder lo mismo. Y mientras picaba la cebolla, con una sonrisa en la cara, le pidió que afloje con las puteadas. Ambos rieron y esa noche, comieron con los chicos bifes a la criolla a punto.
El veinticuatro no tardó en llegar y Chiche partió hacia el trabajo malhumorado. Intentó mitigar el odio calzándose los auriculares y escuchando algo de Megadeth. Ahhh, buena música para días donde queres estar en cualquier lado menos en el laburo, reflexionó. 
Para cuando llegó, ya casi no había nadie. Pero no le molestó; cumpliría sus horas y luego volvería a su casa para pasar la Navidad con la familia. Avanzaba por un corredor con estos pensamientos cuando se topó con un joven empleado que llevaba en los brazos unas cajas de cartón. En la superficie tenían dibujado un árbol de navidad.
—Tomá, Chiche, para vos. De la empresa. Son productos navideños.
—Ah, bueno, ¡muchas gracias!
Tomo la caja y, ya estando solo, miroteó que había adentro. Un pan dulce, unas garrapiñadas, un turrón, dos bolsas de maní confitado y una sidra. Estiró la mano y la sacó. Sidra Tunuyán. Y bueno, con esta voy a brindar, sentenció.
La noche pasó lenta. Cuando sus tareas estuvieron cumplidas, se recostó en una silla mirando directamente por la ventana hacia afuera. Era una noche clara, con estrellas. Se había llevado un libro de Stephen King, Pesadillas y Alucinaciones. Sacó el señalador y avanzó en la lectura del cuento “Sabes que tienen una gran banda”. Leyó un rato largo, cuando comenzó a sentir pesados los párpados. Miró el reloj, las doce de la noche pasadas. Intentó llamar por el celular a Valeria, pero las líneas estaban caídas; siempre la misma historia en esas fechas. Finalmente, decidió abrir la sidra y brindar solo. Estaba buena, todavía algo fresca. Vació el vaso de un sorbo, tarareando un tema de Tina Turner. Se sirvió otro, y lo tomó lentamente. Meditaba dormitar un poco cuando un ruido seco lo sacó de la cavilación. Sonó como si hubieran corrido varias sillas de un manotazo. Se levantó y, linterna en mano, se dirigió hacia la zona de donde había provenido el sospechoso ruido.
Avanzó con lentitud, sin ver nada extraño. Silencio total; sólo se oía el choque de sus zapatillas contra el piso. Doblo el último pasillo y abrió la puerta del salón de donde sospechaba que había salido el ruido.
Tuvo que pestañear varias veces para tratar de comprender lo que veía. Cuando se convenció que no estaba alucinando, retrocedió horrorizado. Cuatro niños estaban parados en fila. Tenían el rostro muy pálido, los ojos rojizos y miraban hacia adelante con una expresión desorientada en el rostro. Sus bocas estaban ligeramente abiertas, y Chiche observó con horror que un hilo de sangre les chorreaba por la comisura, mezclado con saliva. Entonces bajó la vista. Cada uno de aquellos niños llevaba una gallina en la mano. Una gallina degollada. Y el último, además, llevaba arrastrando la cabeza de una niña pequeña, rubia.
A Chiche se le aflojaron las piernas y la linterna se le cayó de la mano. No podía emitir sonido alguno. Sólo observaba, agarrado del umbral de la puerta, aquella escalofriante escena, y una sola cosa retumbaba en su cerebro como una estampida de elefantes: Horacio Quiroga.
En el preciso momento en que el nombre se materializó en su mente, los niños abrieron grande los ojos y, con pasos torpes, comenzaron a avanzar hacia el hombre que los observaba atónito. Un suave balbuceo salía de sus bocas, pero a los oídos de Chiche sonaba insoportable. Retrocedió un paso más atrás y comenzó a correr. Cuando llegó a un vértice donde el camino se bifurcaba, se dio la vuelta y horrorizado comprobó que venían pisándole los talones. Ahora ya no tenían la mirada perdida con expresión de confundidos, ahora lo miraban fijo, y repetían incansablemente: Hay que degollarlo, hay que degollarlo, como la sirvienta, como a la niña, como la sirvienta, como a la hermana… Lo repetían una y otra vez, como un mantra.
Chiche no podía razonar aquello. Años escribiendo historias de horror, leyendo libros de los autores más escalofriantes, sin conocer lo que era el verdadero miedo. Corrió por el corredor de la derecha sintiendo que el olor putrefacto de los niños retrasados de Quiroga avanzaban tras él. Le dolían las piernas y el costado, pero no se detuvo. Al doblar nuevamente, chocó de lleno contra una pared. ¡¿Cómo carajo hay una pared aquí?!, se preguntó. Había equivocado de camino, pero aquello era imposible. Entonces, como si aquello pudiera ir aún peor, notó que las paredes comenzaban a desmaterializarse y a tonarse de un verde extraño. Un verde oscuro, como negruzco. Intentó respirar con calma; estiró la mano para sostenerse de la pared pero ésta ya no estaba.
Cayó de espaldas y dio de lleno en medio del césped. Lo entendió al instante: estaba en la casa de la familia Manzini-Ferraz, dónde se produjo la matanza de la gallina y de la niña. A unos dos metros, los cuatro hermanos avanzaban deseosos de sangre. De su sangre. Chiche gritó de terror. Gritó como tantas veces leyó en libros. Aulló, como infinitud de veces escribió en sus relatos. Ya no había escapatoria. Se abrazó a las rodillas justo en el momento en que dos manos lo tomaban por los hombros. Era el fin.
Cuando Chiche entreabrió los ojos, le dolió la vista por la penetrante luz blanca. A su lado, Valeria saltó de la silla y corrió a tomar su mano.
—¿Dónde estoy…? —balbuceó.
—En el Hospital, amor. Tranquilo, vas a estar bien.
—¿Hospital? ¿Y la casa de… los…niños? —buscaba con la vista la casa, los niños, algo.
—No puedo creer lo que pasó aún. Ya llamaron de la empresa, pidieron disculpas. Dieron de baja todas las cajas navideñas. Es de terror que pusieron las sidras echadas a perder.
—¿Sidras?
—Sí, tuviste una intoxicación. Por suerte el Sr. Gómez pasó en su ronda por ahí y te vio. Ya pasó todo, cielo. Feliz Navidad.
Chiche intentaba codificar todo lo que su mujer le decía. Pero le costaba mucho creer que todo lo que había vivido y visto hubiera sido producto de una intoxicación con sidra vencida. El corazón aún le galopaba. Hay que degollarlo, retumbaba en su mente.
Luego del alta volvieron a casa. Los chicos recibieron a su papá mucho antes de lo que esperaban, así que entusiasmados le mostraron lo que Papá Noel les había dejado. Luego su mujer le pidió que siguiera el reposo recetado por el médico, que se fuera a acostar.
El hombre entro en el cuarto, aún confundido. Se sacó la ropa y se metió en la cama. Todo había sido demasiado vívido. En las penumbras de la habitación ya sin luz, miró la biblioteca. Estaba repleta de libros de terror. Sintió que todos le hacían un guiño. Trató de quitarse esa idea de la cabeza y cerró los ojos. Se acomodó sereno en la cama, intentando conciliar el sueño, mientras despacito, como quien no tiene apuro, el pequeño animal que lo esperaba dentro del almohadón de plumas estiraba su trompa, cual beso rojo, para darse un jugoso festín de navidad.



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