lunes, 27 de octubre de 2014

La vida se cagó en nosotros

Por Carmen Gutiérrez.

Cuando Roberto la vio pasar frente a la pastelería lo primero que le llamó la atención fue el parecido que tenía con ella; el mismo cabello pelirrojo y abundante, los labios carnosos, los inmensos ojos azules, era un vivo retrato de Sandra. Hasta el ondulante movimiento de las caderas eran iguales. A él se le detuvo el corazón por un instante y estuvo tentado a saludarla y lo habría hecho si su cerebro no le hubiera advertido que a pesar del parecido extraordinario, era imposible que Sandra se conservase tan joven después de veinte años. Roberto mismo estaba por cumplir cuarenta y nueve años y aparentaba (y se sentía) sesenta y nueve; la graduación ocular era cada vez mayor, las canas en su cabello eran abundantes y no estaba calvo por milagro. Entonces esa mujer joven y vigorosa que atravesó el centro comercial con pasos enérgicos no podía ser Sandra, así que se concentró en revisar que el pastel que Claudia, su esposa, le había encargado estuviera en perfectas condiciones.

Al salir de la pastelería se la topó de frente, se quedó paralizado de nuevo sin saber qué hacer, se miraron directo a los ojos y él sintió un peso en las tripas que no sentía desde que estaba con ella. Pero la chica pasó de largo, sin ni siquiera mostrar un atisbo de reconocimiento. Él se hizo a un lado con la intensión de no estorbarle en el camino y sonrió tímidamente. Nada. La mujer no le prestó atención, aunque él aprovechó para observarla con más detalle, casi con descaro, cuando se fijó en las tetas vio la mancha de sangre, se extendía desde el vientre hasta el escote manchando incluso parte de la cara. Se asustó. La gente a su alrededor ni siquiera notó que el tacón del zapato derecho  de la susodicha iba dejando una mancha rojiza que se hacía más tenue con cada paso. Roberto trató de alcanzarla y ofrecerle su ayuda pero debido a su lento caminar por el dolor en la rodilla, la chica se perdió entre decenas de personas que salían de las tiendas al mismo tiempo. El centro comercial Las Cruces agradeció a todos por sus compras a través del sistema de megafonía y les deseo una hermosa velada.

La gente se interponía entre ellos como siempre se interpuso el mundo cuando trataba de estar con Sandra. Él la siguió hasta el subterráneo preguntándose en qué mundo vivíamos si una mujer herida podía atravesar una multitud sin que nadie se diera cuenta ni hiciera nada por ayudarla. La distinguió al fondo del estacionamiento cuando se dirigía a un auto pequeño, la gente se había disgregado en busca de sus vehículos y él podía ver desde lejos la mancha de sangre en su blusa blanca.

-¡Sandra! –gritó tratando de llamar su atención pues se dio cuenta de que no podría alcanzarla antes de que ella saliera del lugar.

Ella se giró, lo miró a los ojos e hizo una mueca irreconocible que bien podría ser de desprecio mezclado con asombro; sin embargo se metió en el auto y salió a toda velocidad del estacionamiento.

Al llegar a casa el pastel estaba impecable, pero su esposa encontró el modo de recriminarle por los cinco minutos de retraso de su tiempo estimado de llegada. Roberto masculló una excusa vaga acerca del tráfico y de una falla imaginaria en el motor del auto que Claudia se tragó sin mucho convencimiento pero que la dejó tranquila por un momento. Esa noche no tuvieron sexo, bueno, ni esa ni las anteriores ni las posteriores pero ella le dejó abrazarla un poco antes de quedarse dormida. Él no pudo dormir pensando en que la mujer había reaccionado cuando la llamó. ¿Sería posible que fuera Sandra en realidad?

El asunto habría quedado en su caja de secretos, junto con una carta polvorienta que había escrito veinte años atrás, un noviazgo apasionado y los besos de su mujer, si no lo hubiera mencionado el noticiero que veía cada mañana mientras desayunaba con apatía antes de irse a trabajar. Notaba un temblor nuevo en la mano al sostener la cuchara, cuando su débil oído escuchó la noticia. Habían asesinado al propietario de una sex shop en el centro comercial de Las Cruces, cinco locales más allá de la pastelería. Claudia rompió su silencio habitual para decirle «Eso fue ayer cuando comprabas el pastel ¿No te diste cuenta?» Él siguió mirando su plato de cereal y contestó «Estaba cuidando que no se arruinara el decorado de azúcar» con lo que zanjó el tema, al menos con ella. Pero al parecer un reportero se había colado en la escena del crimen y la imagen borrosa tomada justo antes de que la policía lo expulsara de la tienda mostraba un mensaje escrito en la pared: La vida se cagó en nosotros.

La frase se le metió en los huesos y por primera vez en muchos años tuvo que hacer un esfuerzo descomunal para permanecer impávido y evitar que Claudia notarse algún cambio; sin embargo, los días siguientes se sorprendió a sí mismo escribiendo distraídamente que la vida se había cagado en él en los reportes de impuestos de sus clientes.

Varias noches después del incidente, conducía a casa después del trabajo, era muy tarde y la carretera estaba casi vacía. Le gustaba hacer ese trayecto. Era el ultimo respiro del día justo entre los clientes y los reproches de su mujer, el momento que tenía sólo para él, con la música que a él le gustaba y los pensamientos que a él se le antojaran, sin recriminaciones, sin prisas, con el anhelo de llegar y dormir como un santo y olvidarse de la vida cagándose en su mundo. Tarareaba la cancioncilla tonta de Madonna diciéndole a nadie que se sentía como una virgen, cuando un Mustang muy moderno salió de la lateral a toda velocidad obligándolo a frenar de improviso. El Mustang se estrelló contra la divisoria de cemento y quedó atravesado en la carretera. Roberto apenas se fijó que otro vehículo pequeño se había detenido también pero delante del accidente.

Estaba por bajarse de su auto y ver si el conductor del Mustang estaba herido cuando lo vio moverse, débil y tembloroso; trataba de sacarse el cinturón de seguridad con una prisa que hizo sospechar a Roberto de una posible fuga de combustible. Y entonces ahí estaba ella de nuevo. Iluminada por la luz amarillenta del camino, se acercó al conductor accidentado y sin decir nada le disparo dos veces, una en el pecho y la otra en la cabeza. Roberto sintió nauseas al ver toda la materia cerebral del tipo esparcirse por el aire, pero no vomitó porque pensó que sería muy difícil explicarle a su esposa el olor a tripas en el auto.

La mujer quitó al muerto del asiento del conductor, lo tiró al piso como si no pesará nada, se metió en el Mustang y escribió algo en el parabrisas con un lápiz labial. Luego salió, miró en dirección a Roberto y pareció reconocerlo. Se acercó decidida mientras él se quedaba pasmado observando como ella levantaba el arma de nuevo y apuntaba a su pecho. «Ya está.» pensó Roberto «Hasta aquí llegué» y cerró los ojos esperando el impacto que nunca llegó. Se atrevió a mirar justo al momento en que ella volvía a su carrito y se alejaba como un bólido por la carretera libre.

Se quedó inmóvil por mucho tiempo, hasta que alguien golpeó la ventanilla y le preguntó si estaba bien. Entonces abrió la puerta y vomitó en el asfalto.

Los policías fueron muy amables con él una vez que revisaron el video de vigilancia ciudadana y confirmaron su versión de los hechos, aunque Roberto sospechaba que la amabilidad disfrazaba una compasión después de que llamaron a Claudia para notificar que su esposo estaba en la comisaría y ella sólo contestó antes de colgar «Dígale que coma algo por allá, voy a darle su cena al perro». Mientras el agente lo miraba con lástima, él alcanzó a distinguir entre algunas fotografías del Mustang la frase “La vida se cagó en nosotros” escrita en carmín en el parabrisas del auto. Lo dejaron ir después de que asegurara mil veces que no recordaba nada más.

Pero había mentido. Reconoció el auto aunque al describirlo dijo que era negro, en realidad era rojo y había memorizado el número de las placas. «Tengo que averiguarlo» se justificó a sí mismo «si doy todos los datos la encontrarán antes de que pueda confirmar que no es Sandra»

Al día siguiente agradeció en silencio frente a su computadora que el gobierno llevará un registro abierto de los automóviles que circulaban por el país. Al introducir el número de placas en la página oficial de vialidad, los datos aparecieron casi instantáneamente. “Tsurú, modelo 1997, color rojo, registrado a nombre de Sandra Isela Narváez López, con domicilio en calle 52, número 8b”

Quizá había tenido una hija, una hija que usaba su auto para asesinar personas por las noches. Quizá esa hija estaba loca, pero no podía ser ella. Cuando se separaron Sandra tenía treinta y tres años cumplidos, ahora tendría cincuenta y tres, nadie podría conservarse tan bien. Ni siquiera tuvo que apuntar la dirección, se la sabía de memoria. Conocía todos los atajos habidos y por haber para llegar a esa casa y antes de darse cuenta ya estaba en camino.

Veinte años atrás habían vivido un tórrido romance. Cada viernes él llegaba a la casa de Sandra a las seis, antes de que ella saliera de su oficina. Preparaba la cama, las bebidas, incluso llevaba comida. Cuando ella llegaba, comían, bebían y cogían como adolescentes hasta que él se acordaba de su mujer y se iba del lugar. Cuando Claudia enfermó, Sandra llegó a su casa un viernes y sólo encontró una carta que entre disculpas le decía que la amaba, pero que su mujer lo necesitaba, que siempre la recodaría, y maldecía al destino por haberla amado con tanto pecado “La vida se cagó en nosotros” decía la carta a manera de despedida.

Al recordar esa última parte de la carta dejada con pesar sobre la cama de amores frustrados aquella tarde, no tuvo la menor duda. Era Sandra. ¿Qué había pasado en este transcurso de tiempo para convertirla en asesina? ¿Por qué no se había vuelto vieja y cansada como él?

El cuerpo le reaccionó de acuerdo a la costumbre, frente a la casa pintada de rosa, su mano buscó en su roída cartera la llave de la puerta principal que cargaba desde entonces, sus ojos y sus dedos ubicaron la cerradura con el mismo instinto que lo hacía cagar cada mañana después del primer café y su brazo cargó la decepción al notar que la llave no servía. «Es lógico»” pensó «ella no iba a seguir esperando»

Metió su imbecilidad de nuevo en el auto y se marchó a su despacho de imbécil, con su trabajo de imbécil para tratar de olvidar lo imbécil que siempre había sido. El retrovisor le regresó una mirada imbécil mientras decidía que el asunto era cosa del destino y que el destino, por muy imbécil que fuera, sabría qué hacer.

En las siguientes semanas Claudia reforzó el ataque personal contra su marido. Buscaba y encontraba algún motivo para dejar de hablarle, o gritarle por cualquier cosa. «Eres un anciano» le decía con desprecio a pesar de que tenían la misma edad y ella se veía más decrépita que él «siempre me has dado asco».  Roberto bajaba la cabeza y aceptaba, como siempre, los pocos momentos de paz en su oficina. Nunca cuestionó el por qué del recrudecimiento de la guerra marital, pues a fuerza de chantajes y reclamos la culpabilidad le había enfermado la valentía y no encontraba en ningún lado el orgullo perdido.

Se había propuesto dejar el asunto de Sandra por la paz, pero el mundo se estaba encargando de joderle la existencia y no sólo a través de su mujer. Una mañana el agente Suárez llamó para decirle que quizá tuviese que testificar pronto acerca del asesinato del Mustang. «Seré sincero con usted» dijo el policía con voz confidencial «esta mujerzuela lleva veinte años chingándonos el trabajo. Si la encontramos podemos achacarle más de cuarenta asesinatos, todos a sangre fría y sin motivo aparente. Una asesina en serie, podríamos decir. Todas sus víctimas son hombres de veintinueve años, todos altos, delgados, de piel blanca y cabello negro. Casados. Creemos que se enreda con ellos y después los mata. Nunca deja huellas, ni siquiera sabíamos que era mujer hasta que usted la vio. Es el único testigo que hay.»

Roberto colgó el teléfono pensativo. La descripción de las víctimas concordaba con su propio perfil veinte años atrás. Estaba a punto de regresar la llamada al agente Suárez cuando el aparato sonó con insistencia. Debido a que Claudia no lo dejaba contratar a un asistente, Roberto tenía que atender sus propias llamadas. Contestó distraído aun pensando en contarle todo a la policía. Era su hijo. Estaba preocupado porque su madre había llamado para decirle que su padre se estaba volviendo senil. «Dice que buscaste tus gafas por más de una hora antes de darte cuenta de que las tenías puestas. Dice que le gritaste en la mañana, y le dijiste que ojala se hubiera muerto hace años.» Roberto no recordaba nada de eso y así se lo hizo saber pero el hijo tenía algo más que decir «Sé que mamá es difícil. Pero también sé que tú eres demasiado bueno con ella. No soy quien para juzgarte, pero si te divorcias te apoyaré»  

Un grito desde el pasillo interrumpió el discurso acerca del amor y la paciencia que estaba por darle a su hijo. Dejó el aparato sobre el escritorio sin terminar la llamada. Cuando salió de su despacho se encontró con el cadáver de su esposa colgando de manera grotesca del ventilador de techo. La chica de la oficina de al lado gritaba histérica sin dejar de mirar el cuerpo de Claudia que se balanceaba con ritmo y señalaba un escrito en la pared, al verlo Roberto reconoció la letra y el carmín, estuvo a punto de gritar cuando su corazón se detuvo. Cerró los puños y cayó hacia adelante como un pajarito sin dejar de ver la frase.

“Hermanito: La vida se cagó en ti, no en nosotros. Con amor… Sandra”                 


– FIN –


Consigna: escribir un relato basado en el subgénero cinematográfico de origen italiano conocido como «Giallo».


No hay comentarios:

Publicar un comentario