lunes, 27 de octubre de 2014

RODOLFO Y EL RAPTO DE LA PRINCESA

Por Adrián Granatto.

Había llegado el momento.
Con la mayoría de edad —y para ser un dragón hecho y derecho y lograr la aceptación de los demás— había que raptar una princesa.
Rodolfo no estaba tan seguro de esto. La sola idea de salir de la cueva, bajar a la aldea, entrar al castillo y volverse con una adolescente insoportable, le daba nauseas. Eso sin contar que tendría que aguantarse los flechazos, los lanzazos y otros «azos» bastantes dolorosos.  Está bien que él podría lanzarles fuego. Pero rostizar a la gente no le parecía correcto.
Pero ser dragón tiene sus bemoles, y él tenía que aceptarlos. ¿Hay que raptar una princesa? Raptamos una princesa. Lo que no le quedaba muy claro a Rodolfo era qué se hacía después con la princesa. ¿Había que comérsela? ¡Dios lo libre! Comerse princesas no entraba en su menú. Él era dragón, no caníbal.
Con esas dudas rondándole la cabeza, salió de la cueva y descendió la montaña arrastrando los pies. Ya era de noche y las calles de la aldea estaban desiertas. Las cruzó haciendo el menor ruido posible y llegó al castillo. Pensó en golpear el puente levadizo y preguntar si había una princesa dispuesta a dejarse raptar, pero llegó a la conclusión de que no sería muy bien visto entre sus congéneres. Un dragón no pedía permiso: un dragón tomaba las cosas por la fuerza, que para eso era dragón, ¡qué tanto! Así que, resoplando por el esfuerzo, comenzó a trepar los altos muros de piedra.

******

Una vez dentro del castillo, buscó la torre más alta. Vaya uno a saber por qué, pero los aposentos de las princesas siempre se encuentran en la torre más elevada. Por eso las princesas siempre tienen una figura espléndida: tanto subir y bajar escaleras las mantiene en forma.
Rodolfo buscó y rebuscó, pero ninguna torre le parecía lo suficientemente alta como para que una princesa la habitara. Y ya estaba por dar media vuelta y volver a su cueva, con el sentimiento de haberse sacado un enorme peso de encima —porque después de todo, no era culpa suya que en el castillo no hubiera torres lo suficientemente altas—, cuando sus ojos vislumbraron una luz allá arriba.
A su favor, hay que decir que la susodicha torre no era la más alta de todas, pero sí la única iluminada. A Rodolfo se le cayó el alma al piso. Pero hizo de tripas corazón y trepó la torre.
Al llegar a lo alto, y asomarse por la hendidura que tenía por ventana, pudo observar a una joven sentada en una enorme cama —que ocupaba el centro de la habitación—, rodeada de libros. Eso le agradó a Rodolfo. En su cueva tenía algunos libros, los cuales mantenía ocultos en la parte más profunda de su guarida por si venían visitas inesperadas. No estaba bien visto que a un dragón se le diera por leer. Un dragón, por sobre todas las cosas, tenía que ser un monstruo bestial y analfabeto. «Un dragón con todas las letras no habla: gruñe y ruge —decía su padre—. Y, de ser posible, destruye y causa pavor. Has tenido suerte, hijo, vas a aprender del mejor».
Rodolfo suspiró, meneó la cabeza con pesar, y se preparó para lo que seguía.
Pero se le presentó un problema: él era muy grande y la abertura muy pequeña. Además, sus brazos eran demasiado cortos como para intentar atrapar a la joven. No le quedaba otra que tratar de llamar su atención, para que la princesa se acercara, y así tener alguna posibilidad.
Rodolfo comenzó a chistar.
«Chist, chist, chist…»
Se sentía estúpido colgando de la torre y chistando. Si lo viera su padre, no estaría orgulloso, no señor.
La muchacha no se movió de la cama. Rodolfo chistó un poco más fuerte.
«¡CHIST, CHIST, CHIST!»
La joven ni se mosqueó. O tenía serios problemas auditivos, o el libro que estaba leyendo la tenía completamente absorta. Rodolfo asomó el hocico todo lo que pudo por la hendija:
—¡Hey, niña! —dijo.
La muchacha levantó la vista del libro y miró con total candidez a aquella boca repleta de dientes.
—¿Si? —dijo.
—Acérquese, por favor —pidió Rodolfo.
—¿Para qué? —preguntó ella con tono inocente.
—Pues… —dudó Rodolfo. ¿Debía mentirle o decirle la verdad? Optó por lo segundo—. Debo raptarla.
—¿Y para qué, si puede saberse?
Era una buena pregunta. No era nada tonta la niña.
—No sé —admitió Rodolfo—. Usted es princesa, yo soy dragón. Es lo que hacemos.
—¿Pero está seguro de querer llevar esto hasta las últimas consecuencias?
—¿A qué se refiere?
—Supongamos que voy con usted. ¿Sabe qué pasará luego? Mi padre ofrecerá una gran recompensa para quien me rescate de sus sucias garras.
—No las tengo sucias —se quejó Rodolfo—. Me las lavo todos los días.
—Eso no importa —lo interrumpió la muchacha—. Lo que debería preocuparle es que, a partir de ese momento, de día, de tarde o de noche, tendrá a la entrada de su guarida a un caballero dispuesto a matarlo con tal de rescatarme.
Rodolfo se sobresaltó al recibir esa información, y por poco se cae de la torre. Y si ya anteriormente tenía sus reservas respecto al tema del secuestro, esto definitivamente acabó por convencerlo.
—Ah, no —dijo mientras descendía—, de ningún modo. A mí nadie me dijo nada sobre riesgo de muerte. Soy un dragón joven, con ganas de aprender, no va a venir ningún caballero andante a tratar de matarme.
—¿Pero qué hace? —gritó la princesa desde su ventana—. ¿No va a llevarme?
—Ni loco.
—¡Pero debe! ¡Tengo que ser raptada! ¡Una princesa debe ser raptada por un dragón por lo menos una vez!
—Pues que la rapte otro —dijo Rodolfo desde el suelo—. Yo me vuelvo a mi cueva a juntar mis bártulos. Me voy de viaje.
—¡No puede hacer eso! —exigió la princesa, ahora muy enojada—. ¡Llevo años preparándome para este momento! ¡Exijo que me rapte! ¿Me escuchó? ¡Rápteme!
Pero Rodolfo no le hizo caso y volvió a su cueva, donde armó dos enormes valijas y partió a la aventura.

******

Y así fue como Rodolfo se convirtió en un dragón de mundo, recorriéndolo de punta a punta. Descubrió lugares asombrosos e hizo muchos amigos.
También corrió peligros, como cuando se enfrentó con una horda enfurecida luego de que, sin querer, comenzara un incendio.
Su viaje lo llevó al Tíbet, donde conoció a una yeti hermosa a la que también le gustaba leer. Al tiempo se casaron y tuvieron muchos hijitos de escamas doradas, abundante melena, largos bigotes y cuerpo alargado, que los hombres comenzaron a conocer como dragones de la buena fortuna, tejiéndose muchas leyendas alrededor de ellos.
Aun hoy, si alguno de ustedes es capaz de subir hasta lo alto del Himalaya, es posible que se encuentren con Rodolfo. Y si tienen suerte, hasta es probable que les invite a tomar el té.


– FIN –


Consigna: escribir un relato infantil.


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