lunes, 24 de noviembre de 2014

Un otoño para recortar y armar

Por Vanesa Ian.

Mi nombre es Mario Puente, tengo setenta años. Aunque me resulte difícil y terriblemente triste, voy a contarles mi historia. Algunos podrían llamar a esto una autobiografía, creo que voy a disentir; para mí sería algo muy parecido a una confesión. Sé que los únicos que confiesan son los culpables de algo, pero eso es lo que soy, CULPABLE, así, en mayúsculas. No cometí ningún delito, podría decirse, nada que requiera prisión, pero sé que merezco algún tipo de castigo, el castigo que merecen los cobardes, la soledad.
 Hace treinta años atrás, yo era un hombre íntegro, poseía todo lo que podía querer a mis cuarenta años y mis planes de progreso no quedaban ahí, no señor, tenía grandes ambiciones laborales. En esa época era contador en un estudio contable muy importante de la ciudad, tenía una casa hermosa y una esposa adorable. Mi matrimonio no era, lo que se dice, una maravilla, pero ya estábamos acostumbrados el uno al otro y nos respetábamos. La llama de la pasión que un día había alumbrado nuestras vidas, se fue extinguiendo casi sin darnos cuenta. Mucho tuvo que ver, quizás, el hecho de que no podíamos tener hijos. Lo intentamos durante mucho tiempo, al ver que no venían, consultamos a varios especialistas en el tema. No teníamos nada en la parte física, todos los resultados salían normales y nada se podía hacer. Recuerden que hace treinta años atrás no existían los avances médicos que hay hoy, tal vez, con una inseminación artificial se hubiera solucionado, ya que mi conteo de esperma era perfecto, pero estoy desvariando, eso es algo que nunca voy a saber y tampoco sirve que me vaya por las ramas.
Ese otoño fue una época hermosa y triste a la vez, quizás, la más hermosa de mi vida, todo lo que trajo ese otoño ya desapareció, al igual que sus hojas secas. Es de ese otoño que quiero hablarles, de ese bendito y maldito otoño, el que me dio todo y también me lo quitó.
En el verano habíamos hecho un largo crucero por el Mediterráneo, en mí fuero interno esperaba que fuese un bálsamo para nuestra agotada relación, pero me equivoqué, a la semana, Laura, mi deprimida esposa, ya quería pegar la vuelta. Eran mis primeras vacaciones reales en años y quería disfrutarlas, pero el solo hecho de estar insistiéndole en forma permanente me quitó las ganas de todo. Fueron unas vacaciones raras, en vez de unirnos, nos separamos más.
Para colmo de males, cuando regresamos de nuestras desabridas vacaciones, Juana, nuestra doméstica de toda la vida, nos abandonaba para irse a vivir con su hermano que había sufrido una apoplejía. Le supliqué que se quedara, ofreciéndole todo cuanto podía ocurrírseme, pero la conversación fue para otro lado:
—Podría doblarte el sueldo Juana, triplicarlo en caso de que haga falta, por favor no te vayas así, Laura te necesita, ella te quiere mucho —dije.
—Mi señor usté sabe que si pudiera me quedaría, yo también la quiero a la señora Laura, como si fuera mi hija, pero no puedo. Es solo por un tiempo, hasta que mi hermano esté mejor, despué vuelvo —respondió llorando.
—Bueno, bueno, no llores Juana, tampoco es para tanto mi amiga, lo que pasa es que no sé qué voy a hacer con Laura, ella está muy deprimida últimamente y vos eras una gran compañía para ella. Si tuviéramos un hijo, sería distinto, ella estaría con él y no se quedaría sola todo el día cuando yo trabajo —le contesté consternado.
—Tengo una sobrina que vino del interior, ella está buscando trabajo, si le interesa me avisa patrón.
—Tráigala mañana Juana, así Laura la conoce y le tomamos una prueba.
Y así fue como empezó todo, de una forma tan simple, que hasta da miedo.
Su nombre era Cintia Abril, la musicalidad de esas sílabas, penetraron en lo más profundo de mi corazón. Era una muchacha de unos treinta años. Su cabello rubio caía sobre sus hombros, como una catarata bañada por el sol. Sus ojos, de un extraño color gris, me dejaron cautivo y cuando su tímida mirada se cruzó con la mía, supe que había caído en su embrujo. Su boca, jugosa y dulce, como una fruta exótica, invitaba a besarla. A su lado y de su mano, se encontraba una niña de unos diez años. Rompí el hechizo que se había apoderado de mí y dije:
—Bienvenidas señoritas, soy Mario Puente, ¿me dicen sus nombres?
Laura me miró extrañada, claro, yo no era de hablar así, pero no podía evitarlo.
—Buenos días señor y señora Puente, soy Cintia Abril Martínez y ella es Calista Martínez, mi niña.
Charlamos un rato sobre sus pretensiones y las nuestras y quedó contratada. Para nosotros, no era ningún problema que ella tuviera una hija, Calista era una niña muy dulce, cariñosa y bien educada. Al tener doble escolaridad la veíamos muy poco, pero cuando estaba en casa, a Laura se le dibujaba una sonrisa.
Pasaron unos días y el ritmo de la casa había cambiado. A mi esposa le sentó muy bien la presencia de una niña como Calista y se la podía ver más alegre. Yo, en cambio, me sentía pésimo. Me enamoré, sin querer, como un adolescente de secundaria. Ustedes pensarán que un enamoramiento siempre es algo bello, pero no fue así en mi caso. Sufría como un condenado, el solo verla pasar hacía que mi piel se estremeciera, cuando Cintia hablaba y se dirigía a mí, era como estar en el cielo rodeado de ángeles y cuando me quedaba a solas con Laura, era como ser arrastrado al mismo infierno. Y lo peor de todo no era eso, lo peor era que sentía, en lo más profundo de mí, que a Cintia le pasaba lo mismo. Eso me llevaba a soñar despierto, me veía con ella en un lugar paradisíaco disfrutando de la vida, la veía como mi esposa, en otra casa, esperándome con la cena, y la peor de todas, me imaginaba a los tres, Calista, Cintia y yo, caminando por un parque. Cintia, con una hermosa panza por delante, llevando en su interior, a mi tan ansiado hijo.
Pero la culpa era lo más triste de todo esto. Ya no amaba a Laura y Cintia nada tenía que ver con eso, hacía tiempo que ya nada quedaba del amor y la pasión que nos profesábamos antes, pero era mi compañera y mi compañía; hasta que apareció Cintia. Ahora solo ansiaba irme, dejar todo y llevarme a Calista y a Cintia bien lejos. Claro, que para hacer eso, primero tendría que averiguar si ella sentía lo mismo que yo, o solo eran imaginaciones mías.
Cada día que pasaba, cada roce casual de nuestras manos, cada mirada, eran para mí un indicio de que ella sentía lo mismo, entonces una tarde la seguí, cuando frenó su acelerado paso para mirar una vidriera, adelanté el paso y con mi mano toqué su hombro.
—¡Señor Mario, que susto me dio! —dijo sobresaltada.
—Solo soy yo Cintia y, por favor, basta con eso de “señor”, soy Mario, así, a secas.
—¿Y qué hace por acá, Mario? —contestó sonriente.
—Estaba buscándote a vos Cintia Abril.
—¿A mí?, si necesita algo la señora Laura, yo voy para la casa, no importa que sea mi franco señ… Mario.
—No, Cintia, nada que ver. Te estaba buscando a vos porque necesito preguntarte algo que es muy importante para mí.
La llevé hasta un barcito escondido y ahí me animé y me declaré. Me sentía como esos galanes de los años veinte, solo me faltaba el sombrero de copa. La reacción de ella fue extraña, no lo tomó a mal, pero tampoco se arrojó a mis brazos como la princesa de un cuento.
—Esto nos va a llevar a la ruina a todos, Mario, ojalá me equivoque.
—¿Pero por qué decís eso? Lo que siento por vos es verdadero, nace desde lo más profundo de mi corazón Cintia —le respondí esperanzado.
—Como ya te habrás dado cuenta, a mí también me pasan cosas con vos, pero no puedo olvidarme de que estás casado y que tu esposa es muy buena con mi Calista y esto me hace sentir muy mal —dijo al borde de las lágrimas.
—Hablaré bien con ella, te lo juro. Lo nuestro, hace rato terminó, solo somos una buena compañía el uno para el otro, pero nada más.
—No jures, por favor, no lo hagas sin saber cómo puede reaccionar. Que vos te sientas el hermano de tu esposa, no quiere decir que ella sienta lo mismo Mario.
—De alguna forma saldremos adelante y ella también lo hará por que merece alguien que la quiera bien, no a mí —contesté muy convencido de lo que decía en ese momento.
Salimos a la calle, y al pasar por una plazoleta le robé un beso. Cintia al principio no respondió, pero fue un momento tan mágico que no se pudo resistir. Sus brazos rodearon mi cuello y sus labios se abrieron ante mí. Fue el mejor beso de mi vida. Nunca me había sentido así, no era solo estar cachondo, lo que sentí en ese momento fue amor en el estado más puro.
El otoño, nunca fue mi estación favorita, todo lo contrario. Siempre me entristeció ver las hojas amarillas caídas en el suelo y barridas por el viento, como si fueran despojos. Como si todo estuviera rodeado de muerte, porque, después de todo, eso eran, solo hojas muertas. En cambio, esta vez, el otoño, resultó ser la estación más dulce en la cual vivir, podía haber escrito una oda a cada hoja que caía.
Pasaron las semanas y mis encuentros a escondidas con Cintia se hicieron cada vez más evidentes, era obvio que no podíamos seguir así. Era imposible ocultar lo que sentíamos. Esa tarde temprano, estábamos acostados en la habitación del departamento que había alquilado y le dije que de mañana no pasaba, que esa misma noche ella juntara sus cosas y se fuera sin decir nada. Yo, al otro día, hablaría con Laura y también me iría. Ese departamento era un buen lugar para empezar y ahí nos quedaríamos hasta el mes siguiente y cuando terminaran las clases de Calista, partiríamos los tres hacia México a unas merecidas y hermosas vacaciones. México tenía unos lugares maravillosos para disfrutar en familia.
Todo se hizo tal cual acordamos, Cintia recogió sus cosas y se retiró sin decir ni mu y yo llegué a mi casa, como si nada hubiera pasado. Apenas crucé la puerta, Laura salió a mi encuentro.
—¿Sabés algo de Cintia? —preguntó.
—Recién entro Laura, ¿por qué debería saber algo? —respondí y una alarma se encendió en mi interior. Lo sabe, pensé.
—No sé, siempre están tan de compinches, que supuse… bah, no importa. Se ha ido, la busqué porque necesitaba algo y no la encontré, Calista tampoco volvió del colegio y sus cosas no están. Huyó como la rata que es.
—¿Qué te parece si cenamos y después charlamos un poco Laura? Tenemos que hablar de algo importante —dije juntando valor.
—¿De qué querés hablar Mario? ¿Qué es tan importante, que no puede esperar a mañana? Si es que te estás acostando con Cintia, ya lo sé. Pero una señora, como yo, tiene su dignidad, y si hay cosas que dejo pasar, te explico, solo lo hago por eso, porque soy una dama. Ahora, eso sí, no me vengas con que te enamoraste de esa zorra y vas a dejarme porque ahí si voy a olvidarme lo muy dama que soy. Solo te lo estoy advirtiendo Mario, no sabés de lo que soy capaz.
Ella siguió discutiendo y yo negando, hasta que no di más y me fui. Solo me llevé un par de cosas. Cuando llegué al departamento Cintia ya dormía. Al otro día me fui temprano al estudio, quería terminar lo antes posible para volver a mi casa y terminar de llevarme, aunque sea, las cosas más importantes, por lo que tampoco pude hablar con ella.
Al llegar a mi casa, Laura no estaba, era raro, a esa hora tan temprana de la tarde, ella nunca salía, odiaba el sol fuerte. Recogí mis cosas tranquilo y me fui al departamento. Cuando bajé del auto, escuché dos detonaciones muy fuertes, una detrás de la otra. Era un sonido conocido, era el sonido de mí treinta y ocho, la que diez años atrás había comprado para practicar tiro con un cliente que me había calentado la cabeza. No puede ser Dios mío, por favor, que no sea lo que estoy pensando, dije entre dientes.
Empecé a correr, la gente ya salía a la calle a ver qué pasaba. Entré al departamento y la imagen de ese melodrama absurdo quedaría grabada para siempre en mi memoria. Cintia y Calista estaban tiradas en un rincón del comedor, juntas y de la mano. Ambas con un disparo en la cabeza. La sangre lo cubría todo. Laura, en la otra punta me miraba con la treinta y ocho en la mano.
—¿Qué hiciste Laura? ¿qué hiciste? —dije llorando y gritando a la vez.
—Maté a tu puta y a la bastarda de su cría, una menos para el mundo —contestó riendo histéricamente, ahí fue cuando supe que se había vuelto loca—, y tu castigo aún no termina, mi amor.
Se llevó el arma a la sien y disparó.
Y tenía razón ¿saben?, mi castigo ya duró treinta años. No hay noche en que no sueñe con eso y día, en que no recuerde ese trágico otoño. Un otoño al que recortaría y armaría de nuevo, si pudiera.


– FIN –


Consigna: Redactar un melodrama, en el que los aspectos sentimentales, patéticos o lacrimógenos de la obra se exageren con la intención de provocar emociones en el lector. El trabajo debe llevar como título "Un otoño para recortar y armar". Tres de todos los personajes que crees, deben llamarse Cintia Abril (mujer de unos treinta años), Mario Puente (hombre de unos cuarenta) y Calista Martínez (niña de unos diez años). La historia tiene que estar relatada desde el punto de vista del hombre


No hay comentarios:

Publicar un comentario