martes, 18 de agosto de 2015

Cohetes, fuegos, animales y más...

(imagen de la película «Desesperación», basada en la novela homónima)


Seudónimo: David Carver.
Autor: Diego Hernández Negrete.


   Esa mirada retadora y llena de odio se erguía a través de la helada estructura tubular llamada celda. Su madre componía una melodía de llanto en distintas tonalidades, sin atreverse a soltar el antebrazo de su pequeño malhechor hijo, mientras que el sheriff acorazaba el dolor que ardía en su rostro. Una mala jugada del niño le había hecho tres heridas en forma de látigo mientras fingía rendirse, cuando el sheriff se disponía a colocarle las esposas. Dien sacó rápidamente de su bolsillo una fina cuerda de cuero que azotó el rostro su captor. Así comenzó el infierno que apresuró a las autoridades el ocultamiento de la sociedad, de un ser lleno de maldad que rompía cualquier antecedente criminal jamás visto en Buenavelta.
   Tiempo atrás de la aprehensión del adolescente, el pueblo había sido testigo de atroces eventos que nadie había sido capaz de develar: animales torturados, mutilados e incinerados amanecían a diario sin encontrar a los responsables. Las corazonadas de las autoridades condujeron hacia una investigación exhaustiva para inculpar a un grupo de adolescentes que se perdía por las tardes detrás de la escuela pública. Lugar donde frecuentaban además: vagabundos y borrachos que dormían bajo algún árbol.

  Las primeras víctimas fueron gatos y perros, agotando la manera de matarlos. La imaginación de los jóvenes –que en lugar de sublimar sus oscuros deseos para ser buenos alumnos– la empleaban para diseñar nuevas maneras de divertirse con el sufrimiento de los pobres animales. Gatos ahogados, perros cubiertos de gasolina que morían mientras corrían desesperadamente, asustados por el dolor ardiente. Cuando acabaron con el sufrimiento animal, eligieron inmuebles abandonados para matar su tiempo. Una noche salieron con latas de aerosol, plasmando insultos en todas las casas del pueblo. Días después el juez de la ciudad los mandó llamar para que su declaración ya que alguien los había visto aquella noche. Ni el castigo de los padres fue suficiente para detener la psicología de las masas que lideraba uno de ellos, acrecentando el nivel de maldad tras cada hazaña.

   La única ocasión que se asustaron fue cuando incendiaron una casa abandonada, utilizando juegos pirotécnicos, la maldad no era su único pensamiento ya que con anterioridad habían estado jugando fútbol en la última calle del pueblo, era la más amplia y no tenía casas habitadas. Por un lado de la cuadra, estaba lleno de casas abandonadas hechas de adobe y por el frente se extendía un campo de hierba seca, así que pintaba para ser el lugar perfecto para evitar ser descubiertos. Hasta que se les voló el balón hacia el campo –mismo que se encontraba cercado– fue cuando sacaron los barrenos, cebollitas y chifladores. Dien lanzó uno sobre una casa sin puerta en la que la hierba llegaba hasta el techo. Comenzó la combustión elevando una nube de humo blanco que salía por los todos los agujeros de la construcción, las pupilas de todos los niños reflejaba la llama naranja que cada vez se iba extendiendo en todos los rincones de la entrada de la casa; ratones, conejos y lagartijas salían por todos lados, siguiendo su instinto de supervivencia y huyendo de los humanos que destruían sus hogares. Dien disfrutaba el incendio hasta que cayó en la cuenta de que sus seguidores corrían asustados hacia el lado más despoblado de la calle, decepcionado de perderse la función completa, los siguió sin prisas a pesar del sonido de la sirena que cada vez se hacía más fuerte. Giraron en la esquina y corrieron dos cuadras hasta que por milagro, se encontraron con un conocido que iba de salida del pueblo en una camioneta pick-up. Se subieron corriendo a la caja mientras el conductor abría la ventanilla de la cabina y les decía riendo: “¡Ahora que hicieron cabrones!”. Las caras de miedo empezaron a desaparecer cuanto más se alejaban del pueblo y veían cómo el humo se veía a lo lejos, dispersándose en dirección del viento al momento que ganaba altura.

  Después de la piromanía, vino el daño a propiedades ajenas. Estaban en la azotea de una casa sin padres; disparando con rifles de diábolos a un consultorio dental, estrellando la mayor cantidad posible de vidrios hasta que se aburrieron. Lo interesante llegó cuando el anfitrión encontró en el cuarto de su abuelo fallecido, cartuchos útiles calibre 7.62x39mm.
   Ataron el cuerpo de la bala a un palo de escoba y por el otro lado lo sujetaron al rifle por encima del cañón con cinchos de plástico dejando que el cartucho quedara en la parte inferior justo donde estaba el orificio de salida. Cambiaron su posición colocándose a la orilla de la casa contigua. Un perro bóxer ladraba desde el patio, dejaron que siguiera ladrando para asegurarse que la casa estuviera sola, por lo que minutos después, decidieron probar su nuevo invento. Una estrepitosa explosión vació el silencio de la casa hiriendo de muerte al perro, sin esperarse a ver lo siguiente, bajaron de la azotea al escuchar un grito humano. Se sentaron en la sala sin poder articular una palabra, temblando tras haber probado un nuevo escalón de su imparable violencia. Minutos después sonó el timbre de la casa y permanecieron en silencio hasta que una voz masculina amenazó: “Policía, ya sabemos que están dentro, así que más les vale salir”. La dueña del consultorio había llamado a la policía tras ver a los adolescentes en la casa, apuntando a sus ventanas con los rifles, por lo que la muerte del perro permanecía en incógnito.
   Los días consecutivos, permanecieron su maldad inactiva tras haber sido descubiertos por las autoridades y posteriormente por los padres, quienes tuvieron poca atención en cuanto a la gravedad y delicadeza de lo ocurrido. Dien sabía que en poco tiempo se habría pasado el enojo de sus víctimas y podrían seguir escalando su terror en el pueblo.
  
   Tan solo dejaron pasar los últimos días escolares para su regreso y como acto de reunión, se quedaron de ver a la orilla de la carretera, donde planeaban con bebidas alcohólicas nuevos caminos para saciar su temible ocio. Mientras reían y recordaban los buenos tiempos de iniciación donde arrojaban petardos sobre los sombreros de los ancianos de comunidades aledañas que se tomaban un descanso sobre el zócalo del pueblo, Dien comenzó a incendiar la hierba seca que inundaba los costados de la carretera, recorrió al menos diez metros sobre cada sentido hasta que el aire empezaba a extender la llama hacia toda la agrupación de naturaleza muerta. Llegó un momento en que parecía una carretera hacia el infierno. Fascinados por el fuego, celebraban el ritual que se acontecía, sin importarles un carajo los vehículos que pasaban zumbando a un carril de distancia, haciendo sonar su claxon al momento de rozar las crestas del fenómeno ámbar que se iba devorando todo a su paso. Cuando cada uno llegó a su casa apestando a humo, les fue tan sencillo explicar que habían tenido una carne asada, aunque con cierto dejo de inocencia les pareció conveniente omitir que dicha carne no fue precisamente consumible, dejando un panteón sembrado alrededor de cien metros. 

   Ya con antecedentes administrativos, ya que al ser menores de edad no eran considerados conforme a la ley. Las autoridades tenían en la mira al grupo de adolescentes que se habían ganado fama de malcriados. Nadie daba crédito a que las cosas empezaban a salirse de control y no se tomaban medidas correctivas para enderezar la situación. Así que debido al aburrimiento el grupo de los pirómanos sabía que venían cosas más interesantes. Para comenzar la calistenia, volvieron a la vieja escuela tomando gatos para llenarlos de alka-seltzer, les tapaban los orificios hasta que se inflaban y en ocasiones explotaban los ojos, amarraban a perros botellas con ácido muriático y bolas de aluminio haciendo una explosión canina. Ya encendido su frenesí asesino, dieron el siguiente paso. Compraron cigarros que contenían pólvora a la mitad del tabaco, buscaron al vagabundo que siempre estaba fumando y le regalaron un cigarro. El primero le explotó en la mano y con una simple sacudida de dolor, levantó la colilla floreada para continuar fumando el cigarro.        Decepcionados, volvieron a regalarle otro; aprovechando la adicción como su diversión, apenas daba la tercera calada cuando en una profunda fumada le explotó el cigarro en los labios, entre risas y lloriqueos, Dien y su manada corrieron al ver que alguien les gritaba furiosamente al observar el hecho. Escaparon sin mayor problema, pero el haber experimentado con humanos había asentado en su mente un lugar al que nunca habían llegado.
   Cierto día pagaban castigos atendiendo el negocio de uno de los chicos de la manada, se acercó un borracho pidiendo monedas para comprar un litro de mezcal. Sabían que era la perfecta oportunidad aunque estuvieran trabajando, así que sacaron un aerosol color negro del estante de pinturas. Rociaron las manos y cara hasta que el vagabundo, con sus extremidades pintadas de otro color se irritó. Explotó y tomó un mango para azadón y empezó a azotarlo tratando de golpearlos. Sin embargo su vista doble fue desventaja para la fácil movilidad de los pirómanos les permitía torearlo sin ningún problema. Ya cansado y resignado a ser burla de unos chiquillos, no le quedo más que reír de sus propias desgracias. Fue el momento oportuno para que Dien se acercara cautelosamente con un encendedor por detrás de la cabellera y prendiera la parte flotante del pelo que aterrizaba sobre la nuca. En cuestión de segundos, la melena comenzó a arder, el borracho inamovible, empezó a desternillarse sobando su cabeza y sin saber que estaba ocurriendo. Todo de salió de control cuando el borracho se tiró al suelo dando vueltas tratando de calmar el escozor.
   Las autoridades no adjudicaron el hecho tras haber encontrado al borracho en la vía pública sin cabello, simplemente tomando un descanso durante la resaca. Así que no fue motivo para desacelerar su instinto psicópata. Se sabía de antemano sin tener que presagiar, que el siguiente sería el peor de los casos.

   Encontraron a un niño de la calle que vendía chicles para realizar la última de sus hazañas. Lo guiaron por detrás de la escuela pública haciéndolo desnudar. Enseguida lo engañaron diciendo que jugarían al secuestro. Lo maniataron y cegaron con un pañuelo oscuro. La ansiedad que nunca había estado tan latente como en otras ocasiones, hicieron que Dien obligara al chico a ser golpeado hasta quedar inconsciente. Fue cuando la manada dejó de seguir los intereses de su líder al ver al niño indefenso, sin oponer fuerza y quedando tendido sobre la tierra. Todos se habían retirado del lugar cuando el Sheriff llegó sorprendido sin tener una persecución o una inculpación en flagrancia. Simplemente observó a Dien deleitándose de placer mientras veía el cuerpo inerte del niño. Lo tomó de la espalda con cinchos de plástico a falta de las esposas. El pueblo tenía parte de conocimiento de lo ocurrido, sin embargo las autoridades omitieron que tenían al responsable.
   Lo guió hasta la celda de la cárcel municipal en silencio. Su madre luchaba defendiendo a su pobre e inocente hijo, sin embargo las acciones delatoras que segundos después, desencadenaron una serie de agresiones que su madre le era imposible negar, condenaron de muerte a su hijo.    Simplemente se desplomó de un infarto, facilitando la resolución de los crueles hechos que atormentaron a Buenavelta. El Sheriff sacó de la celda al joven, tirándolo de cuello, decidido a terminar con su tortuosa vida al ver sufrir a un entero pueblo. Reunió al equipo más inhumano que pudo reunir para practicarle todo método de tortura jamás visto. Iniciaron llenándole ojos y boca de cemento; recibió azotes, cortes, electricidad, sumersión… en fin, ningún tormento podría reparar el daño causado a todo el pueblo.  Dien terminó tirado a un costado de la carretera del infierno, su rostro estaba desfigurado, no tenía dientes ni pulpejos en las manos que pudieran facilitar su identidad.

   A la mañana siguiente, el día se encontraba despejado, libre de nubes grises que obstaculizaran el amanecer. No habría en todo el día animales muertos, niños maltratados ni borrachos heridos. Simplemente una nota de día a día donde reclamaba una respuesta inmediata de la comisión de los derechos humanos que exigía a gritos una respuesta al cruel hecho descubierto esa mañana. La nota rezaba:

   DEBIDO A LOS NUEVOS BROTES DE VIOLENCIA QUE SURGEN EN EL PAIS, SE DECLARA UN ESTADO DE EMERGENCIA PARA RESOLVER LAS VIOLENTAS ATROCIDADES QUE HAN INUNDADO DE TERROR AL PUEBLO DE BUENAVELTA.

ESTA MAÑANA SE ENCONTRO  A UN POBRE E INOCENTE NIÑO DE APENAS 11 AÑOS DE EDAD, MANIATADO Y MUTILADO POR EL CRIMEN ORGANIZADO.

LAS DROGAS, EL DINERO Y LA CORRUPCION SE HAN HECHO PRESENTES EN NUESTRO PUEBLO, OBLIGANDO A LA JUVENTUD DEL FUTURO,  INVOLUCRARSE INJUSTAMENTE PARA UNIRSE A LAS FILAS DEL NARCOTRAFICO. SE PIDE EN CALIDAD DE URGENCIA A LA SOCIEDAD, ACTUAR EN CONJUNTO PARA RESOLVER ESTOS TERRIBLES HECHOS QUE HAN TOMADO CONTROL SOBRE LA SOBERANÍA DE NUESTRO PUEBLO.

ATENTAMENTE: LA UNION DE LOS PADRES DE FAMILIA DE BUENAVELTA. ¡NO MAS MUERTES VIOLENTAS!


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