miércoles, 19 de agosto de 2015

El mundo se ha ido a la mierda

(imagen de la película «La niebla», basada en la novella homónima)


Seudónimo: Edmundo Adler.
Autora: Carmen Gutiérrez.

     Cuando los dos militares entraron a la tienda, armados hasta los dientes y oliendo a gasolina, apenas eran las tres de la tarde y los clientes estaban desperdigados por todo el  lugar; preocupados por llevar solo lo que necesitaban o quizá por terminar las compras y regresar a casa, ninguno de los presentes esperaba encontrarse con las manos en la nuca y arrinconados contra la pared un minuto después.

     Timoteo, el dueño de la tienda, fue el primero en darse cuenta de que Lucas Marcos llevaba una .45 en la mano y de que Pedro Salmerón, compañero de Marcos, se paró junto a la caja registradora con actitud amenazante. Los dos individuos, vestidos de flagrante uniforme militar, se movían de modo extraño, como si fueran bajo el agua y a la vez los pies les pesaran tanto que parecían de plomo. Sus ojos escudriñaron el sitio antes de decir nada, quizá buscando una salida de emergencia.

     Acostumbrado a que miembros de ejército llegaran a su tienda a buscar provisiones frescas de camino a la base, Timoteo se acercó a Lucas y preguntó si podía ayudar en algo.

     
¡Claro, buen hombre! respondió éste sonriendo Siempre es bienvenida la cooperación civil. ¿Puede hacer que lo clientes y sus empleados se pongan de cara hacía… dudó un segundo y señaló la pared del fondo, junto a los refrigeradores ese muro?   

     ¿Cómo dice?

     Esta es una prueba militar, nada de qué preocuparse, amigo. Respondió Lucas sin dejar de sonreír.

     Pero fue eso, la sonrisa amplia y franca bajo unos ojos fríos y desquiciados, lo que hizo que Timoteo se estremeciera.

     Claro, lo entiendo. Pero no creo que los clientes quieran dejar lo que están haciendo y…

     Su campo visual se volvió negro y un dolor inesperado le hizo llevarse las manos a la cabeza mientras su cerebro pensaba “¡Me ha dado con la culata en la sien! ¡Me ha golpeado un soldado!”. Alguien gritó detrás de él; quizá Nati, su empleada aunque podía haber sido la señora Mariela. Timoteo cayó al piso y justo antes de perder la consciencia escuchó dos balazos.

     No supo cuánto tiempo estuvo fuera de juego, pero al abrir los ojos estaba esposado a la máquina de hielo en la entrada del almacén. Desde ahí veía que los soldados habían colocado a los clientes de rodillas contra el muro y paseaban delante de todos hablando entre sí. Le pareció que había demasiado silencio, demasiada tranquilidad para estar en una clara situación de rehenes. Timoteo recordó todos los videos y películas que había visto con Nati en los que personas en la misma situación cometían errores garrafales y terminaban todos en bolsas de plástico camino al infinito y más allá.

     Buscó su móvil con la mano libre pero los soldados no eran tontos. Quizá habían perdido la chaveta pero al parecer conservaban algo del sentido común y le habían quitado el aparato. Y eso no era todo. Lo dejaron lejos de cualquier línea telefónica y fuera de la vista. Poco a poco se dio cuenta de que no había silencio en el lugar, sino que él no podía escuchar nada. Se palpó la parte izquierda del cráneo y descubrió debajo de su gorra azul un chichón sangrante que era, seguramente, el causante de su sordera.

     Decidió concentrarse en lo que pasaba en el muro con sus clientes. Empezó a tomar notas mentales para darle todo el material posible a la policía, si es que llegaban a tiempo. Un escalofrío le recorrió la espalda al recordar que la estación policiaca más cercana estaba al otro lado del pueblo, casi rodeando el lago. De todos modos debería mantenerse tranquilo y con la cabeza despejada para cuando el sheriff Matthews apareciera. Así que entrecerró los ojos, tratando de parecer dormido y se concentró de nuevo.

     Nati estaba al inicio de la fila. Tenía las rodillas raspadas y rasgado el vestido de flores, quizá se había resistido. Temblaba ligeramente pero se veía en una pieza. La señora Mariela observaba los movimientos de los soldados con curiosa intensidad, pero se veía bien y tranquila. Timoteo recordó que acababa de pasar por una operación de corazón abierto y eso la habría convertido en una mujer muy fuerte. Después estaba Sandra y su sobrina de catorce años. La chica, que había venido a pasar las vacaciones a Maine con su tía, sollozaba sin control mientras Sandra trataba de tranquilizarla con susurros suaves, o eso creía Tim que solo veía sus labios moverse.

     También estaba Lana, la maestra de la escuela. Ella era la única que parecía estar al pendiente de la situación, miraba a todos lados observaba todo y no decía ni una palabra. Cuando el soldado Lucas pasó frente a ella y le preguntó algo, Lana tuvo la entereza de fingir que estaba muerta de miedo. Timoteo apreció eso.

     Había tres clientes más, dos hombres y una mujer de mediana edad. Timoteo no sabía sus nombres. Entraron unos minutos antes que los soldados y se habían dirigido directamente a las cervezas. Uno de ellos tenía una herida parecida a la suya en la cabeza. Quizá él también dijo algo indebido.

     Al final de la fila estaba Joshua con su hijo Mike. El niño cumplía ese día siete años, eso sí lo recordaba Timoteo. Joshua mantenía el cuerpo del pequeño detrás del suyo, en un gesto protector que solo los padres reconocemos. El hombre miraba a los soldados de manera retadora pero con cautela. Timoteo reconoció ese instinto tan antiguo de los líderes de manada, la mirada que dice: ¡Si no fuese porque mi hijo puede correr peligro, te mataría a golpes, hijo de puta!

     Algo pasaba. Lucas, el soldado sonriente se acercó a Nati y le gritó algo a la cara. Ella se encogió de pavor y su temblor se acentuó. El soldado señaló el rincón donde Timoteo fingía seguir inconsciente. Ella negó con la cabeza, la señora Mariela dijo algo con autoridad y Lucas le disparó en la cabeza.

     El estallido del arma le destapó los oídos a Timoteo con un golpe sónico casi tan doloroso como el mismo golpe que lo dejó sordo. Gritos y llantos le inundaron la cabeza de repente y comenzó a sollozar sin darse cuenta. Los sesos de la señora Mariela estaban esparcidos en la pared y su cuerpo cayó hacia el frente. El soldado Salmerón miraba estupefacto a su compañero mientras este se reía a carcajadas histéricas. Joshua le cubrió los ojos al pequeño Mike pero este ya había visto toda la sangre y lloraba llamando a gritos a su madre.

     Todo fue un caos repentino. Las mujeres lloraban, los hombres gritaban y Lucas seguía riendo… riendo sin parar. Su risa sobresalía de entre todas las voces y Salmerón lo observaba incrédulo. Timoteo decidió llamar la atención sobre sí mismo y hacer su papel de gerente y adquirir su estatus de capitán. Comenzó a gritar sin disimulo y el soldado Lucas dirigió sus letales carcajadas hacía él.

      Aquí esta nuestro gerente del año dijo el soldado en un cínico susurro acercándose a él. Mira lo que me has hecho hacer, Timoteo.

     Señaló el cadáver de la señora Mariela. El charco de sangre se extendía ya hasta los panes para hamburguesas que ese fin de semana estaban en especial “Lleve dos paquetes y pague sólo uno”

     ¡Yo no te hice hacer nada! gritó Timoteo estirando la mano esposada en un vano intento de soltarse.

     Lucas siguió riendo entre dientes, burlándose del pobre y debilucho viejo atado a la máquina de hielo, mientras fuera del almacén, en la tienda,  los chillidos del pequeño Mike se mezclaban con gritos de hombres y mujeres.

     ¡Lucas, ayúdame! gritó Pedro. 

     Al volverse, Timoteo vio una escena que no se esperaba. Pedro estaba en cuclillas sobre Joshua apuntándole con el arma en la sien y este se debatía con furia tratando se quitarse el cuerpo del soldado de encima. Joshua gritaba “¡A mi hijo, no!” una y otra vez. El pequeño quería ir en busca de su padre pero los tres forasteros lo sostenían.

     Lucas intentó correr a ayudar a su compañero pero Timoteo fue más rápido. Con la única mano libre que tenía le retuvo el tobillo derecho haciendo que perdiera el equilibrio. El soldado se fue de bruces contra la caldera, detuvo el impacto con el cráneo y cayó inerte al suelo.

     Fue en ese momento en que todo se despelotó.

     La caída de Lucas distrajo a Pedro lo suficiente para que Joshua lograse empujarlo hacia arriba, Nati se abalanzó sobre él tratando de quitarle el arma, pero ésta se disparó en el forcejeo, la bala rebotó en la caldera moviendo el quemador portátil en el ángulo justo para que el cabello de Lucas comenzase a prender en llamaradas incontroladas. El calor hizo que Lucas recuperase la consciencia y con la cabeza envuelta en llamas se dirigió hacia la salida en busca de… no se sabe qué…

     Al ver a su compañero correr hacia el estacionamiento, Pedro se olvidó de Joshua, de Nati y de todos los demás, se quedó mirando como el cuerpo de su compañero se incendiaba al contacto con el aire exterior, de una manera tan ilógica e improbable que en la edad media se hubiera pensado en la combustión espontánea.

     Entonces lo impensable ocurrió. El pequeño Mike se soltó de los brazos de los forasteros,  se lanzó hacia Pedro, trepó por su espalda y con una fuerza inusitada para su tamaño, le giró la cabeza tal y como había visto en su videojuego favorito y lo desnucó en medio de un grito de apache enloquecido antes de caer desmayado.

     Cuando el sheriff Matthews  llegó al lugar, al cabo de cuarenta minutos, la policía militar ya estaba tomando declaraciones y sacando fotografías. El sheriff se vio impotente ante ese aparato del ejército que volvió a despojarlo de su poder, sus suspiros molestos y sus intentos de acercarse a las víctimas fue en vano. Un uniformado dirigía el levante de cuerpos y los demás obedecían a sus órdenes. Eran tan parecidos unos de otros, con la mirada vacía, los ademanes rígidos, la piel olivácea… el sheriff escuchó pasos detrás de él y se volvió encontrándose al general Macarter de mirada vacia como los otros y ademanes rígidos como los otros.

     Le estrechó la mano cuando el general se la extendió pero, resignado, no hizo preguntas. El general le mostró una fotografía en blanco y negro. Joshua cargaba el cuerpo inerte del pequeño Mike. Sandra y su sobrina se apreciaban a lo lejos, los forasteros también estaban en el fondo y Timoteo, con su eterna gorra de beisbol azul estaba al fondo. Un militar contemplaba desolado el cuerpo de Mariela. Nati parecía asustada.

     El hombre con el niño entró en la tienda amenazando a todo el mundo. Decía algo sobre necesitar ayuda, lo hemos visto antes el general hizo una pausa para encender un cigarrillo, ha recorrido todo el condado haciendo lo mismo. Entra pidiendo ayuda y cuando la gente se acerca los atraca a todos. Es el plan perfecto.

     El sheriff no creyó nada de lo que dijo pero se quedó en silencio. Joshua era su ahijado, pero el general no lo sabía. La base militar estaba teniendo muchos problemas en contener a sus chicos, y embarraban a todos para ocultarlo. La semana pasada “una mujer desconocida (Lindsay Hornan) entró al restaurante de Mud y asesinó a una veintena de comensales” y unos días antes “un hombre anciano desconocido (Juan Mendez) le prendió fuego a dos gasolineras”.

     Esta vez perdió la cabeza y asesinó a todos, incluso a su pequeño. Hemos recogido los cuerpos y cerrado el caso. Nuestro departamento se encargará de notificar a los familiares, Sheriff. No tiene de qué preocuparse.

     Matthews cerró los ojos y dijo una plegaria en silencio mientras se dirigía a la patrulla.

     El mundo se ha ido a la mierda. Dijo en un murmullo y se fue a su oficina a contemplar el suicidio de nuevo. 

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