miércoles, 19 de agosto de 2015

¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este?

(imagen de la película «Maximum Overdrive», basada en el relato «Trucks»)


Seudónimo: Transformación.
Autora: Ángela Eastwood.


Cuando aquella última hoja se posó dulcemente en el césped,  Rose Mary decidió que no iba a morir dentro de aquel lugar. No moriría en el silencio de aquellas paredes, entre aquellos rostros indiferentes, bajo aquellas luces mortecinas. Y es que allí la muerte venía mucho de visita. Una noche alguien estaba comiendo su puré de guisantes triturado y a la mañana siguiente ya no bajaba a tomar su pan mojado en leche. Su ausencia se convertía en otra silla vacía. Una silla que pronto volvía a estar ocupada por otro rostro muerto de mirada perdida.
Rose se había quedado viuda un año antes. Su Frank había muerto atropellado por un tráiler de gran tonelaje. Una bestia roja que lo embistió frontalmente, pasándole por encima y dándose a la fuga después. La policía dijo que nunca había visto un atropello tan brutal.  La cabeza quedó tan incrustada en el asfalto que no hubo más remedio que hacer palanca para despegarla.
Muchas noches aquella bestia rodante se le colaba en los sueños con sus faros cegadores. Rose sabía a lo que venía, venía de nuevo en busca de Frank, porque nunca se cansaba de él. Y Rose quería avisar  a Frank y le gritaba ¡Huye Frank, que ya viene! Pero de su boca abierta no salía sonido alguno y volvía a intentarlo una y otra vez sin conseguirlo y entonces Frank aparecía silbando distraído y la bestia lo embestía con furia y lo lanzaba por los aires como un muñeco de trapo.  Luego, en su interminable descenso, Frank ya no tenía  cara, o al menos se veía desdibujada, y ella corría o le parecía que corría para ayudarle, pero lo que antes era asfalto ahora era un pantano negro que parecía succionarla hacia el fondo. Cuando por fin llegaba a su lado ya la bestia lo tenía atrapado entre sus dientes y ella gritaba ¡Noooooo!, del modo en que uno grita en los sueños y Frank le tendía la mano temblorosa y a Rose le daba asco esa mano que era un amasijo de sangre y carne desprendida y la rechazaba retirándose poco a poco, mientras él la miraba con desesperación. ¡Rose ayúdame!  Parecía que decía, pero no podía ser porque de su boca sólo salía sangre a borbotones, litros de sangre coagulada. Y cuando la cabeza de su marido quedó aplastada en el suelo, Rose miró con ansia dentro de sus ojos abiertos, porque una vez escuchó decir que lo último que ve un muerto se queda grabado en la retina, como una foto. ¿Quién te ha hecho esto Frank? Y de tanto mirar dentro de esos ojos abiertos que eran como una foto, al final Rose vio unos labios de mujer y un nombre dentro: Douglas. En el frontal de ese camión alguien había pintado una boca prometedora y dentro había escrito un nombre. Rose se lo dijo a la policía, pero no la creyeron. ¿Quién iba a creer a una vieja loca, que decía que había visto unos labios pintados dentro de los ojos de una masa de sangre incrustada en el asfalto?
Y es por eso que cuando la única hoja que le quedaba a aquel árbol pelado se posó suavemente sobre el suelo de hierba, Rose Mary pensó que debía darse prisa.
El sonido alegre de un ukelele la distrajo de sus pensamientos. Era John. John era un tipo entrañable. También lo habían llevado allí una tarde preciosa de otoño. También le habían dicho que era un lugar silencioso y que era lo mejor para él. John había sido escritor antes de que esa maldita enfermedad que barre los recuerdos le pasara por encima, como una maquina apisonadora. Por eso ahora John tocaba el ukelele. No me acuerdo de las palabras, Rose, decía. Con la música es distinto.
 —Tengo que marcharme de aquí, John.
—Vas en busca de esa boca pintada de rojo.
—Sí.
—¿Por dónde comenzaras a buscarla?
—Iré al Dixie boy. Dice mi hijo Curtis que es una especie de punto de encuentro de camioneros.
—Oye, Rose. ¿Vendrás a buscarme después?
—Sí.
—¿Y no quieres que te acompañe ahora? Me parece que sé conducir.
—Creo que yo aún lo recuerdo. Me apañaré.  No moriremos aquí dentro, amigo mío. Nosotros no.
El Dixie Boy era un recinto abierto al margen de la estatal número seis. Lo componía una gasolinera, una tienda de “todo a un dólar” y una cafetería. El Dixie Boy era el hogar de los camioneros, la parada obligatoria, el punto de encuentro para tomar un café matutino antes de emprender la larga marcha o una copa al anochecer, cuando se acababa la jornada. Entonces llegaban las risas y los codazos pícaros. El alcohol soltaba las lenguas facilitando las confesiones más guarras, contadas con un lenguaje soez. A la cuarta copa ya se hablaba de la puta de los pantaloncitos cortos que se había subido en la carretera ocho y le había comido el rabo a Jack “el mugriento”, que estaba casado con una vaca que tenía un pelo en la barbilla del tamaño de un árbol secuoya.
Cuando Rose entró en el local se hizo un silencio sepulcral.  El tipo que hablaba del grosor y de la dureza de su rabo,  y de cómo se lo hubiera metido él a la tipa del pantaloncito corto, se quedó con la boca abierta. AC/DC vociferaba en ese momento que el sonido de los tambores sonaba en sus corazones y que unas señoritas habían sido muy amables. Guau, nena, estupendo.
Rose se acercó a la barra y le dijo al camarero que deseaba una  taza de té de vainilla y canela, con dos terrones de azúcar moreno. Caliente por favor, gracias.
—No tenemos té de flores—dijo el camarero—.Tampoco tenemos tacitas de té.
—Max, ponle una taza de té a la dama. Y si no tienes té tal vez podrías servirle  una infusión de esas que le preparas a Willy cuando tiene indisposición estomacal. Ya sabes—dijo un camionero  grande como una montaña que llevaba tatuada una calavera en llamas en el brazo.
—Soy Ron, amiguita. ¿Qué hace una chica como usted en un antro como este?—dijo el de la calavera, ofreciéndole su manaza.
—Soy Rose Mary, jovencito. Busco a la dueña de un camión con unos labios pintados en el frontal—dijo Rose.
Desde la máquina de música  alguien chilló que Connie “la flaca” llevaba unos labios pintados en el frontal de su viejo Peterbilt.
Connie. Se llama Connie, pensó Rose. Connie “la flaca”.
—Necesito hablar con ella.
—Pues eso va a ser complicado, señora, porque  está en el manicomio. Dicen que se ha vuelto loca. Hace algunas noches la policía la encontró vagando por la calle, contando la misma historia sin parar. Una y otra vez. Siempre lo mismo.
—¿Y qué es lo que contaba, si puede saberse?
—Decía que no podía salir del interior de los ojos de un muerto.  Que luchaba, pero que él no la dejaba y que la sangre le llegaba ya a la cintura. Que esa sangre estaba llena de coágulos tan grandes como el tumor maligno de una vaca y que pronto le llegaría al cuello, luego a la boca y luego a los ojos. Después de esto se tomó un bote entero de pastillas y la encontraron en medio de un vómito. Alguien la llevó al hospital comarcal y allí decidieron que está como un cencerro.
Connie. Connie “la flaca”. La chica que se volvió loca porque no pudo con los remordimientos. La chica que no pudo soportar tanta sangre dentro de unos ojos. Ni el abismo que vio en ellos. La mujer hermosa que pisó el acelerador con un amasijo de sangre y vísceras bajo su viejo Peterbilt del 50. Tan sólo una noche antes Douglas la había abandonado. Le había dicho que su decisión era firme. Firme como una sentencia. Una decisión sin grietas. Inapelable. No lo vio. Simplemente no lo vio cruzar y se lo llevó por delante, con la salvaje violencia de la ceguera. Oyó el golpe sordo. Y luego sólo quiso correr. Correr y desaparecer del mundo.
Ahora los días eran nublados y grises en su mente. Una cortina piadosa se había interpuesto entre ella y toda esa sangre obscena.
Cuando Rose Mary se sentó frente a ella Connie no la miró. Hacía mucho tiempo que sólo miraba por la ventana. No había sabido nada más de Douglas. Debía saber que estaba internada y ni siquiera se había dignado a visitarla.
—¿Sabes quién soy?—preguntó Rose con una dulzura inesperada.
Como Connie no reaccionó, Rose Mary la tomó de la barbilla y la giró con mimo hacia ella. Que ojos tan dulces, pensó. Que ojos tan dulces tienes, Connie. Pequeña.
—Soy su esposa, Connie. Soy la mujer del hombre que atropellaste—dijo.
Connie negó con la cabeza, como una niña obstinada.
—No ha venido a verme. Él no ha venido. Me decía cada noche “no te vayas, quédate un poco más a mi lado, me moriré de frío si te marchas”.
—¿Quién, querida? ¿Douglas?
Connie la miró con los ojos muy abiertos.
—Me lo dijo por la emisora. Potro salvaje ya no verá más a su conejita verde. Es imposible. Lo siento, preciosa. Te deseo mucha suerte. Y aquella noche me revolví en mi cama como un animal herido. Di vueltas y vueltas, ahogando el llanto en la almohada. Mordiéndola con rabia, porque a veces el dolor se agarra a la rabia para dejar de ser dolor. No podía dormir, ni comer, porque su ausencia se me agarró a las tripas y no me dejaba ni respirar. Cuéntame de qué color llevas las bragas, nena, no cuelgues, mi mujer no viene hasta dentro de una hora, me decía a veces por teléfono. Son negras, mi vida, me las he puesto para ti. Luego tragaba saliva mientras él me susurraba que cosas me haría por encima y por debajo de las bragas.
—Connie. Connie. Mataste a mi Frank. Pasaste por encima de su cabeza con las ruedas de tu camión. Quedó tan incrustada en el suelo que tuvieron que rascar con una espátula  para despegar sus sesos del asfalto. Connie. No paraste. Tal vez podrías haberle ayudado. Y es por eso que ahora debes venir conmigo. ¿Sabes pequeña? Debemos pagar nuestros errores. Pero estarás bien. Te lo prometo. No sufrirás. No sufrirás como mi Frank. Será agradable. Y dormirás. Dormirás para siempre.
— Sí. Y podré escapar de sus ojos. Por fin podré escapar de esa playa de sangre. Porque Douglas ya no va a venir a verme ¿verdad?
—No, tesoro. Douglas no vendrá. Vamos, vamos. Estarás bien. Te prometo una muerte muy dulce.


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