Por Nieves Muñoz.
Sus manos, ramas nudosas y encallecidas, tiemblan. Hace mucho tiempo que nadie le solicita un encargo como este. No tiene problema en recordar cada paso; su mente es como una gran mansión en la que cada recuerdo yace, ordenado en su correspondiente cuarto, el momento en que la puerta se abra y pueda desempolvarse para su uso. Pero ya es vieja y parece que sus movimientos realizan varios intentos hasta encontrar el camino certero, el del medio.
Cerciórese de que el deseo es auténtico y no fruto de la
venganza momentánea. Para ello, mírese al fondo de las pupilas y lea el dibujo
que dejó allí las cenizas del amor concluso.
En caso de que así sea, la carne será separada del hueso
completamente, pues las esquirlas unen a la tierra y no dejan completar la
receta.
Sobre la tabla de madera
horadada por múltiples filos, los pedazos más importantes aguardan su puesta en
escena. Llevan macerando en aceite y romero tres días, tal como le contó su
madre que debía hacerse: el corazón, abierto a la mitad y mostrando sus huecos
ahora ya desangrados; los ojos, velados, aún con una sombra azul en los iris
que le suplicaron ayuda.
Detiene el vaivén que ha
impuesto al mortero al machacar las hierbas aromáticas: salvia para suavizar el
sabor de la carne, estragón que hará más liviano cada bocado, granos de
pimienta para adormecer la lengua. Duda sobre si echar una pizca de cayena a la
mezcla, pero decide que con lo que lleva es suficiente. El resto de la
carne borbotea en el puchero. El vino ha teñido la salsa de un rojo oscuro,
pero los trozos que bailan dentro son pálidos. Los lavó bien para quitarles
todo rastro de sangre antes de sofreírles ligeramente enharinados y añadir el
alcohol. La sangre produce un efecto demasiado potente al principio, pero poco
duradero y su cliente desea que sea para siempre, así que ha tenido mucho
cuidado en hacer las cosas bien. Remueve con la cuchara de madera: la salsa
está espesa. Apaga el fuego de la cocina bilbaína y retira el puchero de la
fuente de calor. No conviene que la carne se pegue.
Retire la piel, la grasa y las entrañas. Quédese únicamente
con lo magro y trocéelo. Aparte el corazón y los ojos para añadirlos más
adelante: se deberán macerar durante tres días en aceite de oliva y romero para
que olviden del mundo, lo superfluo. Aclare en agua limpia de un arroyo del
deshielo la carne hasta que la corriente se lleve todo rastro de sangre
coagulada, que amarga y no deja fluir las energías nuevas.
Suspira y mira sus manos
de vieja. Si pudiera volver a tener aquellos dedos ágiles que tejían hechizos
con la misma facilidad que las otras mujeres del aldea trenzaban cestos…, pero
ha de contentarse con los alambres retorcidos que sostienen la cuchara. Aun
así, está emocionada. Ya había perdido la esperanza de volver a realizar algo grande,
difícil, único. Los últimos años ha vivido como en duermevela,
sobreviviendo con encargos que habrían
hecho arrugar la nariz de su madre: filtros de amor, males de ojo, alguna
lectura de las rayas de la mano. Ya ni siquiera visita el mundo de los espíritus
en sus sueños, no quiere encontrarse con sus antepasados y que le recriminen en
lo que se ha convertido, pero ¿cómo van ellos a entender la vida de ese mundo
en el que la fe es algo grotesco? Así que deja abierta cada mañana la cancela
para que entre quien quiera: amantes buscando amarrar al amado, preñadas
buscando una buena hora para sus partos, ciegos de realidad queriendo ver el
futuro. Y la cierra al anochecer, cuando cambia las monedas que guarda en el
bolsillo interior de la falda por el cuartillo de vino que necesita para que
sus sueños sean negros. Antes de irse a dormir, añade siempre una pizca de
polvo de semillas de amapola y lo calienta entre las palmas de las manos hasta
que se disuelve y lo bebe de un trago. Entonces se tumba en jergón que la vio
nacer y que aún huele a vida y se queda mirando a las grietas del techo, sin
pensar en nada, pues los espíritus acuden a ella si deja la puerta
entreabierta. Pero si lograba terminar bien ese trabajo, podrá volver a abrir
su mente de par y par y volver a soñar. No tendrá vergüenza de mostrarse de
nuevo.
Cuézase a fuego lento la carne embebida en alcohol desde el
amanecer al estío, cuando las sombras se lleven los exudados de la vida pasada
para siempre. Prepárese una mezcla de yerbas a la elección de la bruja. Nótese
que el platillo debe tener buen sabor para asegurar la ingesta de la ración
completa.
Abre el tarro de vidrio
donde reposa el corazón. Espera que el macerado sea correcto y el aceite haya
reducido a su esencia más concentrada las imágenes y sentimientos que allí se
albergan. Esa es la parte más complicada porque las emociones enquistadas, como
anzuelos en el pez, se clavan en una sola dirección y a veces deben hundirse
por completo para sacarlos por el otro lado, si no, la herida se reabre y todo
es inútil. Saca el órgano y lo palpa con cuidado con las yemas de los dedos. Ya
no tiene la sensibilidad de antaño, pero parece que no hay ninguna espina,
depresión o falta en él. Buena señal.
Por un momento, clava sus
pupilas en el artesonado de madera y recuerda cuando miró dentro de las de la
muchacha, una semana atrás, para comprobar el dibujo de las cenizas como
advertía el hechizo. Pudo ver que era una de la vieja estirpe: de las que se
entregan por completo, de las que se deshacen con una caricia y empapan al
otro, de las que generan los vientos de los que beben las tormentas. Buena
mujer. Lástima.
El aceite resbala por sus
muñecas. Sujeta el corazón y lo corta en láminas finas, casi traslúcidas.
Cuando se lo arrancó del pecho, era tierno, elástico, sedoso. Ahora tiene una
textura correosa y firme. Así debe ser. Una lágrima rueda entre las arrugas de
la bruja y se la seca antes de que caiga sobre la carne aceitada. Deja un
rastro brillante sobre su mejilla. Si nadie llora por aquella mujer, lo hará
ella, pero no ahora. Esa misma noche se lo contará a sus muertos y ellos
plañirán en el más allá por su alma.
«Convoque a las fuerzas
del alma, a las arenas del tiempo y a las corrientes del espacio. Convérjalos
en la garganta. Mastique un trozo del corazón y embeba la mezcla con la saliva
preñada de magia. Escúpalo sobre el guiso. Proceda del mismo modo con el resto.
Remueva hasta que el hechizo impregne todo el caldo». Masticar, escupir.
Masticar, escupir.
Se pasa la mano por la
frente. Es inevitable que algún fragmento de la carne, alguna partícula del
aceite, se deslice sin querer por su garganta, y su estómago se solivianta con
la intensidad de lo que aquella desdichada mujer albergaba dentro de su ser.
Respira hondo hasta que logra controlar las ganas de vomitar; una bruja
experimentada no debe dejar que sus sentimientos interfirieran en su trabajo.
Valora con ojo crítico el
puchero con su contenido humeante. Es mucha cantidad y tan solo necesita lo que
quepa en un cuenco. El resto acabará enterrado bajo el roble milenario que ha
guardado la casa durante generaciones. Sus raíces absorberán la magia y no
habrá peligro. Echa un vistazo por la ventana y contempla cómo se mecen las
hojas oscuras de sus ramas y se pregunta cuántos hechizos discurren por su
savia, inutilizados por la sabiduría de su espíritu arcano.
Se coloca el pañuelo
cubriendo el cabello y lo ata a la nuca. Echa dos cazos del guiso en un cuenco
de barro para que mantenga el calor y sale de la casa a toda prisa. El sol está
en lo más alto. Es la hora.
Ha hablado con la dueña
del bar con antelación. Él estará allí, como cada jueves después del mercado,
para almorzar. Sabe que la colaboración de la mujer pasa por desprenderse de
parte del pago que la muchacha le dio, pero no le importa. Lo de menos es el
dinero, volverá a tener el prestigio de antaño ante los suyos.
Entra por la puerta
trasera, la que da a la cocina del establecimiento. Allí la aguarda la dueña
con los brazos en jarras y mirada codiciosa. Las monedas y el cuenco cambian de
manos. La bruja le advierte: «sólo él debe comerlo». La otra asiente sin
abrir la boca.
De regreso para la casa,
con su andar renqueante, siente la vibración del aire. La magia está haciendo
su función: es un leve temblor, un susurro. Todo lo que la rodea cambia de
sitio, se desdibuja por un instante, pero sabe que solo ella puede percibirlo
en aquel lugar. Se imagina cómo el hombre sentado a la mesa del bar, cubierta
por un remendado mantel de cuadros rojos, prueba su guiso y al principio le sabe
extraño: un hormigueo en la boca, un amargor en la base de la garganta. Pero
luego lo devora con urgencia, como si fuera lo más exquisito que ha probado en
este mundo y cada bocado le incita a comer aún más. Quizá rebañe el cuenco con
el último trozo de pan y se relama. Entonces comenzará a sentirlo. Al
principio, tan tenue que creerá que está enfermo y se irá a casa, a descansar.
La bruja abre la puerta y
olfatea el aire. Abre las ventanas para orear la cocina. Lleva los restos del
guiso y los entierra bajo las raíces del roble junto con los huesos, la piel y
las entrañas. Limpia los cuchillos teñidos de rojo mientras rememora su
petición. «Haznos uno», le suplicó con la voz rota, reflejo del alma, cuando
fue a visitarla cinco noches atrás vestida con las ojeras del abandono y con la
desesperación consciente de que su vida ya no le pertenecía. «Para siempre».
Noche cerrada. La luna
desaparece de la escena, agotada su magia hasta el siguiente ciclo. Mientras la
bruja se desliza por los pliegues que el sueño le ofrece para reunirse con sus
ancestros, un hombre se revuelve en su cama presa de una angustia inexplicable.
Un sudor frío empapa las sábanas, aunque su piel arde como si unas manos
femeninas le tocaran. Cierra los ojos y tan solo la ve a ella: su lengua de
fuego sobre los labios, las pupilas dilatadas clavadas en las suyas, el peso de
sus caderas y la humedad de su sexo cálido. La ve como en el día en el que se
conocieron: bella y apetecible. Abre los párpados y allí no hay nadie, pero el
roce de las yemas de unos dedos sobre él le siguen quemando y un rastro de
saliva le recorre el vientre. Su aroma, el de ella, lo impregna todo. Se gira y
el jergón protesta como si un peso añadido cediera los muelles gastados. Un
nudo ahoga su garganta y llora sin saber por qué. Cierra los ojos y su imagen
vuelve. La ve tal y como la abandonó: anegada en lágrimas y suplicante. Siente
el amor y la pérdida, la traición y la pena, cómo se parte en dos y se
desintegra en la nada. La siente en cada poro, en cada pestañeo y en cada
movimiento. Se está volviendo loco. La siente pegada a su piel y bajo ella,
enraizada en sus entrañas. Se frota con saña hasta sangrar, mas no puede
quitársela. Es carne de su carne, pensamiento de sus pensamientos, recuerdo de
sus recuerdos.
En sus oídos resuena la promesa que le hiciera a la muchacha de ojos azules a la que amó durante un tiempo; la había olvidado en el transcurrir de los días: «seremos uno. Siempre, mi niña».
En sus oídos resuena la promesa que le hiciera a la muchacha de ojos azules a la que amó durante un tiempo; la había olvidado en el transcurrir de los días: «seremos uno. Siempre, mi niña».
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