martes, 21 de junio de 2016

En el tren, sola

Por Juan Carlos Santillán.

Este sueño me atormentó largo tiempo antes de que me animase a acudir a un profesional. Tras efectuar innumerables averiguaciones, me recomendaron a un psiquiatra de mucho prestigio, cuyas referencias me dieron cierta confianza, así que decidí acudir a él. Era un profesional conspicuo, egresado de una buena universidad, con varios posgrados y amplia experiencia, que mantuvo una actitud seria, algo distante, desde que entré en su consultorio hasta que empecé a contarle mi sueño. Tras escucharme atentamente durante un par de minutos, me observó con detenimiento, me pidió que me detuviese y solicitó mi consentimiento para modificar la dinámica de la sesión. Quería proceder a hiponitzarme, con el fin de facilitar una mejor recordación de mi sueño, con la mayor amplitud de detalles. Deseaba también grabar en video la sesión, de manera que hubiese un registro de la misma y, además, pudiese yo constatar su correcto desarrollo. Yo accedí, no tenía ningún problema con ello. Él encendió una videograbadora y empezó a filmarme, tal como usted está haciendo ahora. ”Vuelva a comenzar desde el principio, por favor", me dijo. Así hice yo. Éste es el sueño que tuve, que entonces narré al psiquiatra y ahora paso a narrar a usted:
Era el año mil ochocientos y algo. Yo tendría unos veinte años de edad. Era una señorita de buena familia, como se solía decir entonces, lo cual quiere decir que venía de un hogar acomodado de una pequeña ciudad de provincia. Aquel día amaneció soleado, aunque principiaba ya el invierno, pero al pasar las horas el cielo se fue encapotando hasta que, a media tarde, estaba ya cubierto de oscuras nubes negras, frondosas como copas de árboles, preñadas de tormenta. Las calles lucían grises: el empedrado, los edificios y el cielo mismo semejaban en conjunto el decorado de un drama victoriano a través de la ventanilla. Iba yo en coche, acompañada por mi madre, a la estación del ferrocarril. Era la primera vez que viajaría sola.
–Recuerda, hija, no prestar oídos a las impertinencias de extraños. A menos, claro, que se trate de un reverendo –me aconsejaba mi madre, fervorosa creyente que intentaba, infructuosamente, transmitirme su fe. A los hombres de Dios hay que prestarles siempre la más profunda atención.
­­­­–Así haré, madre.
–Tu hermana y su marido te estarán esperando en la estación, les he comunicado ya la hora de tu llegada.
–Bien, madre –respondí yo.
Llegamos a la estación. El cochero descendió mi equipaje y lo subió al compartimento, mientras mi madre me daba las últimas recomendaciones. Pero hubo de interrumpirse, pues, en ese momento, la tormenta se desató intempestivamente, con gran furia, sobre nuestras cabezas. La gente corrió a guarecerse en sus coches para volver a sus hogares, habida cuenta de que el andén de la modesta estación carecía de cobertura que nos protegiera.
–Me despido, hija mía, porque no quiero pescar uno de esos terribles catarros que me postran en cama cuando cojo frío, y que me suelen durar varios días, lo sabes bien.
–Sí, madre, lo sé.
–Ve con Dios, hija, te doy mi bendición y te encomiendo a la protección de Nuestro Señor.
–Gracias, madre.
–Adiós, hija.
–Adiós, madre.
Partió mi madre, rauda, bajo la elegante sombrilla que le sostenía estóicamente el cochero, empapado bajo el aguacero. Subió al coche y, tras hacerme adiós por la ventanilla, se perdió tras la espesa cortina de lluvia, hasta difuminarse por completo. Me había quedado sola. Cerré los ojos y aspiré con fuerza el aire frío, hasta que llenó mis pulmones.
Me sentía libre por primera vez en mi vida.
El empleado de la estación llamó a grandes voces a los pasajeros, que subimos a los vagones de inmediato. Tomé el asiento que me correspondía, dejé mi bolso a un lado y apoyé el rostro en una mano, contemplando la lluvia que golpeteaba el cristal de la ventana. Se oyó el fuerte sulbido de la locomotora, traqueteó la máquina y el tren partió. Emborronado por el agua, vi el andén solitario que me despedía. Sólo un pequeño niño cubierto de andrajos, acompañado por un perro sarnoso, hacía adiós a los vagones cargados de extraños. Al pasar junto a él, nuestras miradas se cruzaron. El niño me miró a los ojos, abrió los suyos muy grandes, y se santiguó tres veces. Lo dejé parado, extático, besando su mugriento pulgar rematado en una uña negra como la pez.
Cuando la estación no era ya más que otra mancha grisácea en el horizonte nebuloso, dejé escapar un suspiro, dirigiendo la mirada hacia el interior del vagón. Sin que yo me percatara de ello, había ocupado su asiento al otro lado del pasillo un sujeto de apariencia bastante... peculiar, digámoslo así. Llevaba un traje entallado, compuesto de una tela que me soprendió en extremo por la textura que se apreciaba. Brillaba la dicha tela, cual si fuese una superficie bruñida y no el género que se suele emplear para componer tales trajes. A riesgo de pecar de imprudente, no separé la vista del hombre que, por su parte, concentraba toda su atención en un vaso que tenía bien cogido entre las manos sobre la mesa. Tras varios minutos de observarlo, me di cuenta de lo que andaba mal en la vestimenta de mi compañero de viaje: llevaba el traje vuelto al revés, de manera que la brillante superficie que yo apreciaba en su chaqueta no era otra cosa que el forro interior de la prenda. Iba, además, bastante desaliñado, con la rala cabellera alborotada, y no despegaba la vista del vaso que traía entre las manos. Deduje que era un ebrio que había logrado escabullirse en el tren, y esto me llenó de no poca aprensión. Pero el rostro del hombre no parecía mostrar señales de ese pesado embotamiento que caracteriza  a quienes han bebido más de la cuenta. El sujeto lucía, cómo decirlo… ausente. Su mirada, vacía, no se despegaba del vaso que, según vi al observarlo mejor, estaba dispuesto boca abajo. Algo revoloteaba adentro. Una mariposa, sin duda. Pero una muy grande. Y negra como un cuervo. Volaba torpemente la mariposa, dentro del reducido espacio, estrellándose una y otra vez contra el vidrio, maltratándose las alas. El sujeto la vigilaba con fijeza, cual si fuese un celoso celador custodiando a su prisionera. Era una escena penosa de ver. Lo peor es que yo no podía apartar de ella mi vista. Al fin, el pobre bicho cayó rendido por enésima vez y parecía no poder volver a levantarse. Un leve brillo surgió en los ojos del hombre, que se mordió el labio inferior. Tras aguardar un momento sin que la mariposa volviese a elevar vuelo, levantó lentamente el vaso por un costado con la mano izquierda, mientras iba metiendo los dedos de la derecha. Yo, inconscientemente, adelantaba el torso para no perder detalle. De improviso, el hombre terminó de levantar el vaso, introdujo la mano, cogió la mariposa y se la metió en la boca, masticándola con evidente fruición, hasta que de las comisuras de sus labios escurrió un líquido viscoso de color amarillento como el pus, que se limpió con las manos para luego chupar sus toscos dedos. Pero lo más desconcertante de todo fue que, al hacer esto, volteó a mirarme. Me observó directamente a los ojos, con una ofensiva sonrisa retorcida, mientras chupaba uno a uno sus dedos asquerosos embarrados de pus.
Asqueada, aparté finalmente la mirada a un lado. El sujeto reía a carcajadas, atorándose y tosiendo, sin dejar de reír. Yo sentía mi rostro hervir por la indignación, sin saber dónde posar la mirada para hallar sosiego.
Entonces entró el hombre de barba.
Entró casi sin que pudiese sentirlo, como si se hubiese materializado ante mis ojos. Era de considerable estatura, vestía una larga levita negra y un alto sombrero de copa. Su rostro era macilento, llevaba unos impertinentes redondos montados sobre la nariz huesuda, bajo la amplia frente combada. Lucía un bien recortado bigotillo y pulcra barba de perilla que le otorgaban cierto equívoco aire mefistofélico. Ante su presencia, sentí un ligero escalofrío recorrer mi espalda. El hombre de barba se dirigió al que había engullido la mariposa.
–¡Levántate, cretino! –bramó, con voz estentórea, ronca, como el desplome de rocas en un camino solitario.
El aludido se levantó de un brinco, con la mirada baja y retorciéndose las manos, en actitud sumisa.
–¡No hacía nada malo! ¡Nada malo hacía! ¡Sólo comía vida negra, sombras comía!
–¡Calla, infeliz! ¡Vuelve al lugar que te corresponde!
–¡Sí, sí, vuelvo, vuelvo rápido, vuelvo!
Servil y acongojado, el hombre que había engullido la mariposa salió despavorido por el pasillo. El hombre de barba cogió el vaso con una mano cerúlea de dedos como garfios. Lo examinó. Y lo bajó con ademán de volverlo a su sitio. Pero lo mantuvo en el aire, levantó la vista y la fijó en mí.
Sus ojos semejaban dos carbones negros como una pesadilla, en cuyo centro se ha encendido la llama que los consume como un odio. Era ésa su mirada: una furia ardiente y sobrecogedora.
Me contempló durante un tiempo interminable, sosteniendo en el aire el vaso, sin que yo pudiese apartar la mirada de esas brasas ardientes que eran sus ojos. Me sentía mareada, débil, indefensa. Hasta que él terminó de posar el vaso, apartó su vista de mí y desapareció por el pasillo sin hacer ruido con sus pisadas, tal como había llegado.
Mi impresión había sido tan fuerte, que hube de abrir mi bolso de mano, buscar el frasco de sales y aplicarlas a mi nariz con el fin de recobrar el pleno control de mis sentidos.
Aun así, debo de haberme desvanecido sin darme cuenta, pues lo siguiente que recuerdo es haber abierto los ojos y tener enfrente a una horrible vieja con aspecto de bruja, que cargaba, con una de sus manos sarmentosas, un desgreñado gato negro despatarrado y, con la otra, sostenía un oscuro recipiente frente a mis narices, dándomelo a oler. Yo, espantada, intenté arrojar al piso el recipiente, sin conseguirlo. La vieja soltó una carcajada rasposa y gorgoreante, como el graznido de un ave de mal agüero, y me habló con otra sucesión de graznidos discordantes:
–¿Qué ocurre, niña? ¿Temes a tus propias sales?
Fijé la vista en los retorcidos sarmientos que eran sus manos y vi que, en verdad, era el frasco de sales el recipiente que la vieja sostenía ante mi nariz. Ella lo depositó en la mesilla empotrada que había junto al asiento y se dedicó a acariciar al gato.
–¿Mejor?
–Yo… sí, mejor… gracias.
En ese momento estalló el resplandor de un relámpago al otro lado de la ventana, y el compartimento se vio violentamente iluminado. Detrás de la anciana, se hallaba el sujeto que había engullido la mariposa, mostrándome esa mueca aborrecible que era su sonrisa. Restos resecos de la sustancia viscosa permanecían en su mentón. Y, detrás de ellos dos, había varios rostros más. El trueno retumbó.
Había una mujer alta, ósea y hombruna, con la mandíbula hundida, vestida con una estola de pieles que, al agitarse ligeramente, noté que era un perrillo faldero aún vivo, al que habían cercenado las patas. Había también un hombre extremadamente obeso, que vestía un traje de juez con la peluca empolvada, sosteniendo un nudoso vergajo que chorreaba sangre; a su lado, una hermosa mujer rubia con una profunda cicatriz que le cruzaba el rostro en diagonal se apretaba lúbricamente contra su prominente abdomen. Llevaba la mujer un breve vestido blanco muy ceñido, y una alta cofia, también blanca, que remataba la complicada estructura de su blonda cabellera. El ojo tuerto por el que pasaba la cicatriz lagrimeaba en abundancia un humor ambarino que el gato de la vieja, trepado en su hombro, relamía ávidamente. Apostado muy cerca de mí, un fofo sujeto mongólico con dorados bucles, vestido con un traje infantil de marinerito que dejaba al descubierto su vientre velludo, se frotaba las partes íntimas, en las que crecía una oscura mancha de orines, mientras repetía, sin cesar de babear:
–¡Pipiii… pipiii!
Y así, había muchas otras personas con diversas deformidades y taras, con trajes y actitudes que evidenciaban las aberrantes desviaciones de sus almas. Yo, presa de indecible terror, lancé un alarido, me levantándome de un salto. Pero aún estaba mareada, y caí de rodillas junto al fofo mongólico, que rió con una risa como balido de cabra, frotándose con mayor frenesí. La nauseabunda pestilencia de sus orines llegó a mis narices, provocándome arcadas. A punto estuve de vomitar. Mas se sobrepuse, y, apoyándome como pude en las superficies que hallaba a mi paso, me fui incoporando hasta que conseguí avanzar por el pasillo. Las aberraciones me seguían lentamente, sin siquiera apretar el paso, tan torpe y dubitativo era mi avance. Podía oír las risas de la vieja y del mongólico, y el húmedo frufrú del traje de marinerito. Entonces oí su voz.
–¡Detente ahí! –gritó.
Era el hombre de barba, que me conminaba a detener mi marcha. Eso, por el contrario, me dio nuevos bríos. Así llegué a una puerta, dispuesta a arrojarme del tren para escapar de esa pesadilla, así la palanca y la giré con todas mis fuerzas.
¡Pero no abría! Fortalecida por el espanto, sentí cómo el mareo iba cediendo. Corrí a través del pasillo hasta llegar a otra puerta. Giré la palanca. ¡Pero tampoco abrió! Seguí corriendo, desesperada, mientras sentía a las aberraciones seguir mis pasos, vagón tras vagón, mientras yo iba probando una puerta tras otra, hasta llegar al vagón final, a la última puerta, por cuyo cristal se podía ver las vías alejándose a una velocidad vertiginosa. Yo, en mi espanto, no lo dudé y, encomendándome a ese Dios en el que nunca había querido creer, giré la palanca.
No abrió, por supuesto.
–Enfermera, sédela, por favor.
Volteé, dispuesta a enfrentar como pudiera el peligro. La rubia de la cicatriz se aproximaba a mí caminando voluptuosamente sobre sus altos tacones, sosteniendo una enorme jeringa hipodérmica, que iba arrojando intermitentes chorros de un espeso líquido opaco.
–¡Sí, doctor! –respondió, seseante y coqueta.
–¡Atrás, retroceda! –grité yo.
–Tranquila, Alejandra, va a estar usted bien –me decía la rubia de la cicatriz, sin dejar de aproximarse a mí–. Va a estar mucho mejor, ya lo verá.
–¿Cómo sabe mi nombre? ¿Qué quieren hacerme? ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué es esto?
–No es nada, señorita Segobia, es sólo un mal sueño, una pesadilla, ya todo pasó, lo olvidará y lo superará –me dijo el psiquiatra, acariciándose el bigotillo y la barba mefistofélicos.
Acto seguido, se reacomodó los redondos impertinentes sobre la nariz huesuda y apagó la videograbadora. Yo tragué saliva. Sentía la garganta seca. El médico pareció adivinarlo. Girando la parte superior de su cuerpo a un lado, se dirigió a la enfermera.
–Alcance a la señorita Segobia un vaso de agua, por favor.
–Con gusto, doctor.
Contoneándose sobre sus altos tacones, la enfermera rubia con la profunda cicatriz me aproximó un vaso de agua, sonriéndome con afabilidad.
–Sírvase, Alejandra.
Yo, sin poder controlar mis impulsos, empujé el vaso, derramándoselo encima. Ella no se inmutó, limitándose a sonreírme. Yo corrí a la puerta.
–¡Señorita Segobia! –me llamó el psiquiatra.
Pero yo ya había alcanzado la puerta, así la palanca y la giré con todas mis fuerzas.
Se abrió.
Afuera, en la sala de espera, mucha gente esperaba su turno. Estaba un sujeto con el traje vuelto al revés, que llevaba en las manos un vaso invertido, una vieja horrible cargando un gato negro, una mujer alta con un perrillo faldero mutilado enrrollado en el cuello, un mongólico que…
Pero veo que su videograbadora está titilando: ya no tiene espacio para seguir grabando.
Lo que siguió después se lo cuento en otra ocasión, ¿le parece bien?
18 de junio del 2016.

Alejandra Segobia.

Consigna: 
Alejandra Segobia./Su sueño debe transcurrir en un viaje en tren del cual no puede bajar.


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