domingo, 19 de junio de 2016

Indivisible

Por Gean Rossi.

               Ding… ding…
            Aquel golpeteo metálico me recuerda que estoy ahí de nuevo. Parece una campana, o una cadena, no lo sé. Suena lejano, a millones de kilómetros de distancia, como perdiéndose en la inmensidad de este universo; pero al mismo tiempo está allí, en mi cabeza, tan cerca que no puede pasar inadvertido, invadiendo la poca calma que aún logro conservar en lo que todo esto empieza.
            Lo que predomina es la oscuridad. Mis ojos tardan unos segundos en su intento por adaptarse a lo que sea que entorpece mi visión, hasta que vislumbran por fin un montón de siluetas que se alzan a mí alrededor como monstruos indescifrables que buscan acabar conmigo. Lástima no son estas a lo que deba temer.
Un torrencial de agua busca la manera de destrozar la ventana a mi derecha (la única que hay en la habitación, de hecho). Le quiero decir que no se preocupe, que no hay nada que buscar aquí dentro, pero es mejor mantenerme callado. La última vez grité, ¿sabes? No me fue muy bien.
Me levanto de la cama en la que estoy acostado, donde el colchón ya parece tener mi cuerpo muy bien amoldado de todas las veces que me ha recibido. Me deshago de las sábanas y pongo un pie en el suelo con el cuidado de un ave sobre un cable. La derruida y helada madera busca chirriar, pero no se lo permito, creo que ya hasta sé en dónde no debo tocar. Me acerco hasta la ventana, que es en realidad una lámina de vidrio pegada a la pared; no hay forma de abrirla sino rompiéndola. Pero no parece tan tentativo salir por allí, cuando descubro lo alto que estoy. La lluvia se pierde dentro de aquel inmenso y oscuro bosque lleno de altos árboles sin hojas que buscan alcanzar el cielo de alguna manera.
Ding… ding…
El golpeteo sigue y empieza ya a molestar. Debo buscar la manera de salir, o de encontrar por fin el origen de aquel sonido para que todo esto acabe.
Salgo de la habitación y me encuentro en un pasillo de paredes inmaculadas, donde unos largos fluorescentes encandilan mis ojos, pero no me hacen despertar. Creo que nunca ha habido nada que me haga despertar sino hasta que llega el final de todo. El pasillo es corto y silencioso, pero el golpeteo metálico sigue allí, atravesando paredes. No hay ventana alguna, solo una puerta igualmente blanca al final del pasillo, como esperando a que la abra. Me acerco hasta la puerta y giro el cerrojo dorado para toparme, como en un súbito déjà vu, con el mismo pasillo blanco.
El pasillo se repite, una y otra vez. Nada parece cambiar.
La misma luz blanquecina ya empieza a desesperarme, al igual que la imagen de la puerta: tan simple y tan tenebrosa. Cada vez que la abro pienso «esta vez sí, esta vez sí», pero nada pasa, nada cambia. Siento el sudor inundando mi cuerpo tembloroso, por momentos siento que intento correr y otros que no me puedo mover con soltura, como si estuviese atrapado. Pero a quién engaño, ¡estoy encerrado en este lugar!
Empiezo a detallar lo que me rodea: el techo de yeso, las paredes de concreto impenetrables y el suelo de baldosas color crema. Nada, no hay nada que me ayude a salir.
De pronto un sonido aparece. De hecho, siento más bien que había tardado mucho. Un chillido, como cuando se raspa un plato con un tenedor. Solo que esto es más terrible que eso. ¡Mucho! Lo he visto, ¿sabes? Y ojalá fuera un simple tenedor. La atmósfera ha perdido su silencio. Se acumula aquel horrible rechinar junto al golpeteo metálico que aún no para. Y por último, el miedo que siento hace pesado el aire que respiro y ejerce cierta presión sobre mis oídos como quien nada en aguas profundas.
Ahí ya sé que todo está por empezar, y que nuevamente, se me ha hecho tarde.
Cruzo la puerta tres veces más y en el pasillo aparece una mesa de madera que interrumpe mi dudoso e interminable caminar. Hay algo encima, como esperando a por mí. Parece un papel, pero cuando me acerco lo suficiente y lo agarro con curiosidad, descubro que es una fotografía. Hay dos bebés en ella, tomados de la mano apenas, enfundados en un montón de cobijas como dos cabezas que salen de entre un mar de algodón.
No sé por qué la imagen de pronto me hace sentir tantas cosas. Algo más intenso incluso que lo que venía sintiendo ya. Casi llego a creer que estoy a punto de despertar, pero no lo logro; sigo allí. Me parece tan conocida la foto y a la vez algo distante y prohibido. Me pregunto quiénes son esos bebés, pero cuando intento concentrar la vista y guardar detalles más específicos en mi cabeza, el papel se desvanece entre mis dedos y cae sobre mis pies como polvo.
Para entonces es que me doy cuenta que el rechinar se ha detenido. He estado tantas veces allí que ya se lo que sigue, así que empiezo a correr en la dirección que venía mientras escucho cómo cae la puerta detrás de mí con un estrépito que hace temblar todo el lugar. Cruzo la puerta y la cierro de golpe. Escucho cómo lo que me persigue vocifera un grito de sufrimiento. Sufrirá mientras no me tenga entre sus manos, y para su suerte, eso solo dura unos pocos segundos.
Me doy cuenta inmediatamente que vuelvo a estar en la habitación donde todo empieza. Esta vez solo bastó cruzar la puerta una sola vez (para entonces el ajetreo es tal que no tengo tiempo de pensar en estas incongruencias). Rastreo con la mirada la oscuridad de la estancia en busca de algo que me sirva. Bajo la cama ya lo he intentado, enfrentármele también, detrás de alguna de las sombras tampoco ha funcionado. Lo único que queda es… la ventana.
Me lanzo contra la pantalla de vidrio sin pensarlo dos veces. La puerta que me protegía apenas en la habitación ya ha caído también, igual que mi cuerpo, que desciende a toda velocidad y al mismo tiempo parece hacerlo de manera inmediata. Choco contra unos matorrales que de alguna manera logran amortiguarme, pero el dolor es inminente. ¿Cómo podría describirlo? No sé, es terrible; tanto, que no me puedo levantar de nuevo. Empiezo a correr como puedo, y esto es a manos y pies como un perro desesperado.
Descubro este nuevo escenario, el bosque que había divisado desde la ventana ahora parece querer devorarme entre sus ramas como fauces. Siento como mis manos se hunden entre el barro y las hojas que alfombran aquel terreno irregular. Escucho un estruendo detrás de mí junto a una fuerza que viene impulsada por el aire, que aúpa el correr de mi perseguidor.
Si me pongo de pie creo que sería peor, pues podría detectarme más rápido, entonces me mantengo así, gateando mientras siento cómo me pisan los talones. Empiezo a jadear, no es tan fácil una carrera en esa posición, y mucho menos cuando tengo que estar esquivando ramas invisibles que aparecen de la nada, disfrazadas en la oscuridad.
Tropiezo y mi cara se embarra, dificultando mi visión. Esta pequeña caída me hace perder unos buenos segundos, suficientes como para que me alcance con su horquilla, que atraviesa de lleno mi pantorrilla.
Grito. El dolor es descomunal; aunque por supuesto, no tanto como cuando la saca para apuntar en otro sitio. Consigo esquivar su segundo intento por herirme, que se convierte en un rápido rasguño en mi otra pierna, y sigo corriendo. Bueno, más bien diría que me estoy arrastrando. Pero no es suficiente; nada parece suficiente nunca, ni aunque corra, ni aunque me arrastre, ni aunque vuele… siempre termina atrapándome.
Diviso algo un poco más adelante, como un túnel que se abre de la tierra en un agujero negro y recóndito. Me aterra adentrarme allí, por supuesto, pero cuando siento la mano de mi perseguidor envolver mi pierna herida con sus dedos helados, creo que cualquier cosa será mejor que seguir allí. Está a punto de halarme para hacer quién sabe qué conmigo, pero sorprendentemente soy más audaz y tiro de mi pierna, haciendo que se desprenda su mano aferrando mi bota vacía.
Me agarro a una rama y me impulso dentro del túnel. Siento otro raspón de la horquilla en mi muslo izquierdo, esta vez un poco más profundo que el último. Un grito ahogado se pierde en la negrura de lo que me rodea: estoy dentro del túnel. El olor allí es terrible, y algo viscoso y húmedo cubre toda la superficie. No sé si estaré a salvo, ya nada está garantizado.
El sitio es extremadamente angosto y parece achicarse cada vez más, por lo que debo seguir andando a gatas con mis piernas heridas. El aire es escaso, el sudor empapa todo mi cuerpo y el golpeteo metálico se mete en mis oídos incluso allí dentro. Más adelante diviso por fin algo. Una luz, que se va abriendo como una flor conforme me voy acercando. Me arrastro a la velocidad que mi cuerpo me permite hasta que la alcanzo y, en un parpadeo, estoy fuera. Increíblemente, nunca había llegado tan lejos.
            La negrura desaparece para dar paso a un jardín que alfombra el suelo y limpia mis heridas de alguna forma. Hay un edificio, a unos metros de mí; se me hace muy conocido. Creo que alguna vez viví allí.
            Consigo ponerme de pie y empiezo a caminar a paso lento hacia la entrada. Veo que a un lado hay un montón de gente que rodea algo que parece llamar la atención de todos. Me gustaría acercarme a ver también, pero mis pasos se dirigen solos hacia la entrada del edificio. Estoy ahora en una recepción aparentemente abandonada, con una alfombra roja que parece guiar mi camino hacia un ascensor al fondo de la habitación. Las escaleras y los pasillos están cerrados con cintas amarillas y tablas de madera.
            Entro en el ascensor y presiono el único botón que queda en el tablero.
            Ding… ding…
            El golpeteo se hace más fuerte conforme voy subiendo, hasta que el ascensor se detiene y me deja en un pasillo idéntico al que me había enfrentado antes. A pesar de que había conseguido calmarme un poco, encontrarme con esa imagen me hace estremecer. Empiezo a andar, cruzo la puerta al fondo y me encuentro de nuevo con el pasillo. Esta vez no tan blanco y puro como antes, pues unas gotas de sangre aparecen salpicadas en una buena parte de la pared. Sigo andando, abro y otra vez el pasillo. Las gotas de sangre se convierten ahora en una mancha. Camino, abro y el rojo abarca ambas paredes. Sigo adelante, intentando ignorar lo que veo, cuando de pronto el chirrido de la horquilla aparece de nuevo.
            Escucho cómo empiezan a caer las puertas que he cruzado, hasta que alcanza la que está justo detrás de mí. Abro la puerta que me sigue, y cuando estoy a punto de cruzar, siento cómo la horquilla atraviesa mi cuerpo, no sé muy bien en dónde, pero lo único seguro es que lo hace, y que el dolor es mil veces más horrible que nunca. Caigo de rodillas y me empiezo a arrastrar. El pasillo está inundado de sangre que tapa mis manos y mis rodillas, y dificulta además mi pobre andar. Las paredes se enaltecen y me siento diminuto en aquel inmenso pasillo. La puerta al fondo es enorme y está toda desvencijada, tintada del mismo rojo que cubre todo como si la madera hubiera absorbido la sangre.
            Con mis últimas fuerzas me sigo arrastrando, casi nadando en la sangre ahora. Cuando alcanzo por fin la puerta, consigo ponerme de pie no sé cómo, y giro el pomo en el último instante, cuando ya está casi encima de mí.
Tiro la puerta y apoyo mi espalda contra ella. Cuando mi respiración consigue estabilizarse un poco, abro los ojos y veo a alguien acostado en la cama frente a mí. Cuando intento acercarme descubro que no puedo moverme. Mis muñecas, atrapadas en dos esposas metálicas muy bien ajustadas, chocan contra el espaldar de hierro al que están enganchadas y crean el sonido que había venido escuchando desde el principio.
            ¡Ding, ding, ding, ding…!
            Esta vez con insistencia, pues soy consciente de que lo hago yo.
Levanto la mirada y descubro un cuerpo ensangrentado de pie frente a la puerta. Soy yo. No… ¿O sí? No lo sé, se parece demasiado a mí; hace un segundo era yo, pero ahora parece que llevo toda la vida aquí encadenado. Tiene en la mano la horquilla a la que tanto le temo, la horquilla con la que papá nos castigaba de pequeños. Todo este tiempo había estado intentando escapar de mí mismo. Me he convertido en mi perseguidor, o tal vez perseguidor y escapista de un recuerdo que aún no consigo liberar de mi cabeza. No, aún no está libre, pues me invade cada noche.
—¿Por qué lo haces? —pregunto.
No responde, se limita a sonreír mientras hace círculos en el suelo con una de las puntas de la horquilla. El chirrido que genera me hace entrecerrar los ojos por lo molesto que se vuelve.
—¡Suéltame! —Tiro con fuerza de las esposas sin obtener mayor resultado.
—¡NO! —grita, con aquella voz que siempre se me hizo tan conocida y es hoy tan lejana—. Abre bien los ojos, y ponte cómodo. Quiero que veas todo, Juan, para que nunca te olvides de mí.
Deja caer la horquilla, saca una fotografía de su bolsillo y un yesquero del otro, que usa para prender en fuego esta última.
—¡No lo hagas, maldita sea!
—¡Calla! —corta mis palabras, esbozando una sonrisa suspicaz—. Nos seguiremos viendo, no podrás escapar de mí.
Empieza a correr, y lo único que puedo hacer desde allí, es admirar cómo salta a través de la ventana y se pierde más allá, en un momento que más nunca he podido olvidar.
Y allí despierto, creyendo que todo terminó. Pero en realidad nada ha acabado, nada ha cambiado. Inconscientemente, sigo siguiendo sus pasos.
Juan Agustín.

***

Consigna: Debe narrar un sueño recurrente en el que la única manera de huir a gran velocidad de lo que sea que le pase en el sueño, es corriendo en cuatro patas, es decir, pies y manos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario