lunes, 14 de noviembre de 2016

El Señor Presidente


Los demás lo llaman "la caverna". Y a él, "el monstruo". Para él, es su santuario. Y él es Dios. Resuenan los acordes iniciales de "Carmina Burana" bajo la elevada bóveda, de cuyo óculo central cae un único haz de luz que atraviesa los densos vapores. En la penumbra, seis gárgolas vomitan las aguas oscuras de las que emerge el cráneo sin pelo del Excelentísimo Señor Presidente Constitucional de la República. Una profunda cicatriz baja por su rostro, cruzando en diagonal el ojo vaciado, la nariz quebrada, los labios partidos. Asciende su monstruosa humanidad de ciento cincuenta kilos repartidos en dos metros y un centímetro. Sube por la amplia escalinata de mármol, aferrándose con fuerza al pasamanos. Se cubre con la bata. Se calza las sandalias. Se sirve otra copa de ajenjo. Coge el bastón y empieza a renquear por las baldosas, iniciando así su acostumbrado paseo nocturno por las altas galerías del Palacio de Gobierno. Su palacio.
A su izquierda contempla la ciudad que duerme al otro lado del río. La contempla a través de los vitrales que narran las más importantes hazañas de sus casi tres décadas en el poder, sirviendo sacrificadamente a su amado pueblo. Algunos traidores a la patria intentaron interrumpir la esforzada obra de su gobierno. Mas la Providencia, que acompaña siempre a los justos, permitió que fuesen derrotados. Aunque en varias partes de su cuerpo quedasen las marcas de esos atentados. Y, como en las más apoteósicas construcciones de la historia, los cuerpos de los enemigos de la Patria pasaron a formar parte de cimientos y paredes de este imponente palacio. Dios bendiga a la Patria.
El Señor Presidente arrastra los hinchados pies gotosos por la penumbra espesa, apenas interrumpida por las franjas de luz lechosa que arroja la luna llena a través de los vitrales, tiñéndolo todo con una tonalidad azulina. Frente a esa ventana se yergue el añoso roble bajo el cual se apostaron los jefes gremiales para protestar cuando asumió el poder. Eso quiere decir que ahora, al pasar junto a esa ventana, camina sobre sus cuerpos cubiertos de cal. Bebe un largo sorbo. Sigue andando, apoyado en su bastón como un venerable patriarca. Contempla la terraza que se abre sobre el río varios metros más adelante, tras aquel recodo. Veintiocho banqueros organizaron una huelga de hambre cuando se les expropió sus bancos. Esa terraza está elevada varios metros sobre el río. Pocos saben que la prominencia original era algunos centímetros más baja. Aproximadamente la altura de veintiocho cuerpos calcinados. Bebe otro trago.
Entonces oye el primer ruido.
Es como un largo lamento. Un sonido gutural, inhumano, que se rompe hacia el final en un quiebre agudo. El Señor Presidente no puede evitar el escalofrío que recorre su espalda torcida. Se detiene. Recorre con la mirada ambos extremos de la galería vacía. Mira hacia arriba, pero sólo ve las pesadas arañas que penden de las vigas sobre su cabeza, tintineando con el aire frío de la noche, como descomunales atrapasueños de cristal. Se arrebuja en su bata. Bebe otro largo trago, pensando en aquellos que decían ser sus camaradas y lo apuñalaron por la espalda. Literalmente.
    De ahí colgaban, los bastardos, como guayabas maduras, pataleando con la lengua afuera.
Oligarcas vendepatria, gremios obstruccionistas, traidores sin conciencia. Todos los enemigos de la Patria coludidos contra él.
    ¡Sangre!
El ronco bramido llena la galería, retumbando en sus oídos. Apoyando firmemente el bastón en el piso, el Señor Presidente gira en redondo con su único ojo muy abierto.
    ¿Quién está ahí?
    ¡Tus muertos!
El Señor Presidente arroja al piso la copa, que se hace añicos sobre las baldosas. Con la mano libre, empuña el pistolón que lleva siempre escondido bajo la bata.
    ¡Sal de donde estés, cobarde hijo de mil putas!
    Estoy aquí.
El Señor Presidente gira hacia su izquierda, de donde proviene el débil susurro. Ve al pálido hombre semidesnudo de pie junto a la ventana, mirándolo fijamente. Dispara su arma sobre él. Pero el sindicalista ya no está ahí. Los vitrales han estallado en mil fragmentos, permitiendo la entrada de una fuerte corriente helada. El Señor Presidente tiembla.
    Estoy aquí.
El Señor Presidente gira hacia su derecha. El aristocrático caballero vestido de frac lo contempla a través del monóculo. Tiene la mitad del cráneo rota; sus sesos sanguinolentos parecen palpitar.
    ¿Quién mierda eres? ¿Quiénes son?
    ¡Tus muertos!
Dispara con furia sobre él. Pero el banquero ya no está ahí.
    ¡Yo no tengo muertos!
Un reloj deja oír en alguna parte sus broncas campanadas. El Señor Presidente observa el cielo. Nubes negras lo han cubierto casi todo. Pero se puede apreciar aún la luna en lo alto. Es medianoche. Hoy su revolución cumple treinta gloriosos años.
    ¡Feliz día!
Ve a su hermano junto al muro. No lo ve viejo, como él. Lo ve vestido con su uniforme de gala, joven y gallardo, como entonces, cuando se levantaron en armas juntos en una lejana guarnición perdida entre las montañas. Pero lo traicionó. Traicionó a la causa. Lo traicionó a él. Fue el primer gran traidor en ser ejecutado.
Descarga su arma sobre él, hasta vaciarla por completo.
    "¡Revolución o muerte!" ¿Recuerdas?
Arroja el arma vacía. Levanta en alto el bastón, empuñándolo como una espada. Lo coge con ambas manos. Con un rápido movimiento, desenvaina la brillante hoja de metal. Se arroja sobre el oficial en uniforme de gala.
    ¡Muerte!
Lo traspasa por completo. La hoja queda trabada entre las piedras. Debe emplear todas sus fuerzas para intentar zafarla. Lo consigue cuando el reloj da su última campanada. Entonces la tormenta estalla. La hoja sale junto a una de las piedras, que rueda a sus pies. Relumbra el primer relámpago. En el vacío que queda en el muro aparece una cabeza. Tiene la boca abierta, como si hasta el último instante hubiese intentado infructuosamente llevar aire a sus pulmones. El Señor Presidente retrocede varios pasos. Retumba el trueno. En las cuencas de los ojos de la cabeza dos cucarachas se agitan como una mirada inquieta. La mandíbula se mueve. La voz retumba, como el trueno.
    ¡Muerte!
Sin el apoyo de su bastón, el tambaleante Señor Presidente trastabilla. Pierde el equilibrio. Cae sobre su espalda, con un crujido de huesos viejos. Deja escapar un grito ahogado. Y así se queda, agitando los brazos como una cucaracha.
    ¡Muerte!
Con gran esfuerzo, el Señor Presidente logra girar sobre sí mismo, apoyándose sobre el prominente vientre. Y así se arrastra por el suelo.
Ahora parece un gusano.
Las piernas no le responden. Debe valerse únicamente de sus brazos para avanzar, arrastrándose por las baldosas. Hasta que en sus manos se clavan los vidrios rotos. Lanza un alarido. Mira sus manos ensangrentadas. Y las baldosas mojadas. No, no es sangre.
    ¡Es el ajenjo!
Lanza una carcajada que se multiplica al infinito. Vuelve a darse la vuelta para encarar a sus muertos.
    ¡Ustedes no existen! ¡No están ahí! ¡Es sólo una alucinación! ¡Es el ajenjo!
Sus muertos rodean al Señor Presidente.
    ¡Ustedes no existen!
La espada atraviesa el vientre del Señor Presidente, cuyo alarido deja impávidos a sus muertos. Logra arrancarse la espada. Se da la vuelta. Se arrastra por el suelo, dejando un rojo rastro de sangre, hacia el agujero de la ventana. Su única esperanza sería arrojarse al río.
Si el cauce no estuviese seco.
    ¿Recuerdas por qué nos sublevamos un día como hoy? Porque nos apremiaba la época de lluvias. Si demorábamos más, no podríamos vadear los ríos. Hoy es la primera lluvia. Como entonces.
A través del agujero, el Señor Presidente ve la lluvia precipitarse furiosa desde el cielo negro. Ve los relámpagos alumbrar el cauce seco. Oye los truenos retumbar en el lecho vacío. Ve crecer el charco que forma la lluvia sobre las baldosas al pie del agujero. Ve reflejado en él el cielo negro y los relámpagos.
    ¡Es el ajenjo, el maldito ajenjo!
    ¡Somos tus muertos!
El Señor Presidente termina de arrastrarse hasta el agujero. Tal vez habría podido dar la vuelta al recodo, llegar a la terraza, escapar... Pero resbala en ese charco que refleja el cielo. Se precipita al vacío sin saber dónde es arriba y dónde es abajo. Cuál es el cielo y cuál el abismo. Y su último pensamiento es que nunca lo supo. Porque, desde donde él flota ingrávido, se ven exactamente iguales.
    ¿Se resbaló?
    Yo creo que se arrojó.
    ¿Habrá sido el ajenjo?
    Repetía que no tenía muertos.
    El maldito mató a más gente que la peste.
    Yo no cometeré ese error.
Los demás observan al del uniforme de gala. Éste prosigue.
    ¿Por qué eliminar a los adversarios, si puedes comprar sus conciencias y mantenerlos fieles a ti, rendidos y serviles?
    ¡Muy cierto!
    ¡En efecto, tiene razón!
    ¡Es usted muy sabio, Señor Presidente!
El del uniforme  de gala sonríe, mirando a las alimañas que salen a la luz con la primera lluvia.
Sus ojos son dos cucarachas inquietas.


FIN

Consigna: deberás escribir un relato de terror con la POLÍTICA como temática central.

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