sábado, 21 de enero de 2017

Tiempo de calabazas


Por Paloma Celada Rodríguez.


Caminaba campo a través sin levantar la vista del suelo. La última misiva recibida no dejaba lugar a la duda: le habían dado calabazas. Él no quería saber nada de ella.

    A pesar de llevar la vista clavada en el suelo no vio lo que la hizo tropezar y que a punto estuvo de hacerla caer. Aturdida y con las palabras de rechazo de su amado en la mente miró lo que la había hecho trastabillar: unas calabazas. Pensó que la vida se empeña en escarbar en las heridas que ella misma inflige con simbolismos cargados de ironía: le acababan de dar calabazas dejándola en un estado anímico inestable y unas calabazas –esta vez de las de verdad– la habían tambaleado literalmente.

    Quizás fuera una señal, aunque de ser así bien podría haberse tropezado con esas cucurbitáceas antes de escribir aquella carta cargada de sentimientos no correspondidos. Sentimientos que había entregado cual presente generoso a alguien que los rechazó con la misma celeridad con la que se rehúsa algo molesto o incómodo.

    En estas reflexiones divagaba cuando observó que una de las calabazas se movía. Había algo en su interior. Recordó un cuento de su infancia donde una calabaza se convertía en una carroza para participar en una historia de amor algo rocambolesca pero con final feliz.

    Esperó a ver en qué quedaban esos movimientos extraños. Tras unas sacudidas, por la parte inferior apareció un sapo. Fue entonces cuando recordó otro cuento de su niñez donde, bajo la apariencia de un bicho igual, se encontraba un apuesto príncipe. ¿Y si aquello también era una señal? 

    Mirando fijamente al batracio también recordó que había que besar al bichejo para restablecer la forma principesca.

    Decidió seguir caminando mirando al suelo y volver a sus negros pensamientos: le habían dado calabazas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario