domingo, 5 de febrero de 2017

Tuareg

Por Juan Carlos Santillán.

1
"Año 6033 de Nuestro Señor Renovado; jornada 40 del Solsticio Estival Boreal; 1,5 Unidades Temporales pasado el Meridiano; 72 grados Escala Modificada de Celsius; Humedad Relativa 0,2..."
    ¡Calor de mierda!
    ¡Phillip, ese lenguaje!
    ¡Perdón, profesor!
     Phillip nunca habría podido imaginar que esto iba a ser tan aburrido. Si a los quince años te dicen que vas embarcarte en una expedición espacial como "oficial científico", te dices que todos esos años armando y desarmando armatostes en la escuela del profesor Leclerc sirvieron de algo. Y que la pasarás en grande fuera de este planeta infernal cubierto íntegramente de arena. ¡Frío, por las deidades, un buen planeta frío es todo lo que pide! Pero ya ha pasado un montón de días, siguen sin despegar y él se aburre como una piedra. Se ajusta bien el termotraje y decide salir de la nave a estirar las piernas.
     Baja por la escalinata y camina entre las interminables dunas de Central Park a Times Square, pasando junto a la cabeza semienterrada de la Estatua de la Libertad. Va, como siempre, pensando en esos nombres indescifrables. Han pasado de generación en generación sin que nadie termine de entenderlos. Se entiende qué es "estatua", aunque ya no se fabriquen, y, por supuesto, se sabe qué es "libertad", pero... ¿por qué hacerle una estatua? "Times Square" tiene varias interpretaciones, y parece tener sentido que, si se construyó una estatua a la libertad, se haga lo mismo con una plaza al tiempo. Cosas de los primitivos. Pero nadie entiende qué era "Central Park", la única área libre de ruinas, ideal para el despegue. Lo de "central" se puede entender, pero... ¿Qué diablos es un "park"? Los pseudocientíficos menos serios afirman que estaba cubierto de "árboles", entes fundamentados en el carbono de un tamaño equivalente a cien o mil de los rastrojos contemporáneos. No tiene sentido, claro, pero hay que recordar que son los mismos que afirman que entonces había corrientes de agua que circulaban por la superficie. Y que fue el propio ser humano quien destruyó todo aquello. Sí, claro. Y después va a resultar que esas ruinas gigantescas no eran construcciones funerarias, sino que estaban ocupadas por miles de personas haciendo... ¿qué? ¿Esa actividad indefinida que los paleoantropólogos llaman "negocios"? Buff....
    ¡Tuareg! —restalla la voz del profesor en el intercomunicador en su manga.
     Phillip se incorpora de un brinco y otea el horizonte. A lo lejos, divisa una gran nube de arena, semejante a una tormenta. Baja corriendo de la antorcha, pega un salto y sigue la carrera todo lo que le dan las piernas, rumbo a la nave. Montados en sus monstruosos megadromedarios, los tuareg descienden la empinada pendiente a una velocidad tan vertiginosa que ya los belfos de las primeras bestias resoplan sobre las alas del ornitóptero de reconocimiento cuando Phillip alcanza la nave, y sus descomunales pezuñas aplastan el pequeño vehículo al llegar el muchacho a poner un pie en la escalinata. Ésta se retrae veloz y las compuertas se cierran en el acto, aprisionando la cabeza de uno de los megadromedarios, que estalla como un fruto maduro, salpicando su sangre en el termotraje cubierto de arena. El viejo profesor lo empuja al interior
    ¡A tu cápsula, muchacho!
    ¿Partiremos ahora mismo?
    ¡Sí, el combustible no alcanzaría para una maniobra evasiva y un posterior salto a hipervelocidad, así que pasaremos de frente a lo último! ¡Métete a tu cápsula, los demás ya están dentro!
     Despojándose del termotraje en el camino hasta quedar por completo desnudo, Phillip atraviesa el reducido espacio y llega a la Sala de Hibernación, donde sólo quedan libres dos cápsulas.
    ¡Hey, alguien ocupó la mía!
    ¡Usa la mía, si lo deseas, muchacho, pero apresúrate!
     Una explosión retumba, haciéndoles perder el equilibrio.
    ¿Qué fue eso, profesor?
    ¡Sólo una de las bodegas, pero la próxima vez podríamos no tener tanta suerte!
     En las pantallas se ve, intentando introducirse por el agujero, a un puñado de desagradables tuareg,  con su grisácea piel apergaminada desprovista de vello y sus ojos amarillentos provistos de una tercera membrana traslúcida.
    ¡Van a entrar!
    No, en cuanto despeguemos, nos desharemos de ellos. Si alguno llega a entrar, reventará como un sapo en el vacío del espacio exterior. Cuando pasemos a hipervelocidad serán historia. ¡Ahora entra a la maldita cápsula!
     Phillip se introduce en la cápsula que señala el profesor, mientras éste termina de accionar un par de controles en medio del traqueteo y se dirige a la cápsula restante. El muchacho lo contempla maniobrar desnudo y decide que jamás será viejo. Aunque siente un gran afecto por el sabio anciano.
    Oiga, profesor, ¿no sería genial que nos tocara un hermoso planeta frío?
    Ten cuidado con lo que deseas, muchacho: podría llegar a cumplirse. Hasta pronto, mi buen amigo.
    Hasta pronto, Maestro.
     El profesor sonríe ante la deferencia del muchacho, y termina de acomodarse. Oprime un botón y ambas cápsulas se cierran herméticamente. Todo se estremece con el estruendo del despegue. Lo último que Phillip ve a través de la convexa cobertura transparente es el destello de la explosión. Y a los tuareg que, armados con gruesos garrotes, logran ingresar a la Sala de Hibernación. Después, nada.

2
"Año... cientos... y cuatro de.... Zzz..."
     El tablero estalla, echando chispas. La cobertura convexa se levanta. Phillip abre los ojos. No oye nada más que un monótono zumbido, como una fuerte ráfaga de viento. Se incorpora, aturdido. Deja pasar algunos minutos para que sus ojos se acostumbren a la luz, aunque ésta es escasa y más bien pálida. Una semipenumbra azulada. Finalmente, observa el interior de la nave a su rededor. Todo está destruido. Las demás cápsulas lucen destrozadas o estropeadas. La que lo contiene tiene los controles averiados y presenta numerosas abolladuras y raspones en la cobertura. Por todas partes, los tuareg son oscuras masas sanguinolentas, lo que quedó al ser succionados por el vacío del espacio exterior, supone el muchacho, tal como lo previó el profesor. El profesor. Phillip logra salir de la cápsula a trompicones, aún incapaz de controlar su cuerpo adormecido por la larga hibernación. Se pasea por las cápsulas. Observa detenidamente el interior de cada una. Todos están muertos. Esperanzado, se arroja sobre la última. Pero aparta la vista en el acto. El profesor es sólo un irreconocible amasijo de tejidos putrefactos. Aferrado a la fría superficie curva, Phillip llora amargamente por el hombre que le enseñó tanto y que, aunque sin saberlo, le salvó la vida con su gesto generoso. No sabe cuánto tiempo ha pasado cuando empieza a tomar conciencia de su propio cuerpo. Siente frío. Extraña sensación. Se dirige tambaleándose a un compartimento de la pared, donde el profesor mandó almacenar prendas apropiadas para todo tipo de clima posible que pudiese recibirlos, y coge una prenda elaborada con piel animal cubierta de pelo. La cabeza no le da para preguntarse de dónde diablos sacaron eso. Se la echa encima. Coge una bengala y la enciende. Está defectuosa, como todo en la nave, pero sirve. El cálido resplandor suelta rojas pavesas al aire. Phillip sale de la nave por el mismo agujero que emplearon los tuareg para entrar.
     Todo afuera es de la misma pálida tonalidad azulada. Al fondo se aprecian altos promontorios pétreos. A Phillip podrían parecerle blancos farallones congelados en una playa, o icebergs flotando a deriva en un mar casi congelado. Podrían parecérselo si conociera esas cosas, pero no las conoce. Sólo ve bultos que sobresalen del suelo a lo lejos. Y uno más cerca. Hacia él se dirige.
     Faltando pocos pasos, lo reconoce, aunque esté cubierto de esa sustancia blanca que sigue cayendo del cielo: las puntas que salen de la cabeza, el brazo levantado, la antorcha. Es la vieja estatua. Incapaz de reacción alguna, Phillip se limita a acercar la bengala. Es ella, sin duda. Vaya. El mundo frío. Su mismo mundo. No viajaron a ninguna parte, después de todo. Se quedaron ahí. Aunque ignora cuánto tiempo. Y qué pasó con el planeta. Malditos tuareg. ¿Qué habrá pasado con ellos, entonces? Pero es un mundo frío, ¿no? Sonreiría, si sintiera el rostro. Se lleva una mano a la boca. Tiene esa sustancia blanca adherida a la barba. Tiene barba. Y el pelo crecido. Y arrugas. La cápsula se dañó. Repasándose la cara con los dedos desnudos bajo el viento helado, nota algo. Le duelen las articulaciones. Sus quince años de vida consciente no le permiten tomar plena consciencia del pensamiento que martilla su mente sin cesar: es viejo. Y está absolutamente solo. Pero qué diablos, ¿es un planeta frío, verdad? Sigue sin poder sonreír. Está sólo. Está completamente solo. Las lágrimas se le congelan antes de escurrir de sus ojos.
    ¡Si al menos no estuviera solo! —consigue articular.
     De pronto, un ruido. Observa. Al fondo, levantando una gran nube blanca como una tormenta, se aproxima un numeroso grupo de jinetes al galope, profiriendo salvajes gritos. Phillip termina de entender, con la cruel sabiduría que no dan los años, sino la experiencia, que debe tener mucho cuidado con lo que desea. Porque puede cumplirse. Finalmente, consigue sonreír. Sabio, sabio profesor.
     La primera lágrima se descongela. Ya no se siente solo.

     La horda ya casi está aquí.



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