jueves, 4 de mayo de 2017

Final por Abram Gannibal

Seudónimo: Abram Gannibal
    Autor: Asier Rey Salas


   La casa se convirtió en un pandemonio de proporciones bíblicas. Carmen susurraba dioses toltecas mientras, a su alrededor, el mundo se volvía loco. Ángela había dejado de ser ella para transformarse en otro ser. Un ser extraño y aterrador, con los ojos en blanco, que no paraba de hablar.
Carmen intentó despertar a Ángela del trance en que se hallaba inmersa, pero el hechizo era más poderoso; ni a golpes conseguía hacerla despertar. Salió en busca de los demás, de Roberto, de Sergio, de Raúl. Penetró en una de las estancias, oscura como brea. Tardó en adaptarse a la penumbra y a la horrible escena que tenía lugar en la habitación.
Sergio, con las cuencas vacías. Roberto, convertido en piezas de puzzle humano. La sangre y el hedor inundaban lentamente los sentidos de Carmen, incapaz de procesar la barbarie. Sus amigos eran dos cadáveres y no encontraba una explicación racional para aquello. Casi sin tiempo para sollozar, un ruido horrible golpeó sus tímpanos y eliminaron toda posibilidad de reacción. Alguien gritaba a varios metros de allí.
Salió, con el corazón en un puño. Por si lo que acababa de ver no le había impresionado lo suficiente, aquella visión la dejó petrificada. Un ente luminoso, un ser espectral con aspecto de niña, permanecía de pie, rígida, frente a una Ángela que no paraba de hablar, entre lágrimas, a aquella chica de piel blanquecina, solamente rota por salpicaduras rojas por todo su cuerpo.
—Me acuerdo, sí, me acuerdo... yo tenía ocho años y me aburría, me aburría enormemente... así que me puse a escribir en mi diario, me lo regaló mi abuelita por mi Primera Comunión, era una niña solitaria y triste, no sabía qué hacer... me puse a escribir, a escribir sin saber ni qué decir... y las palabras fluyeron, y fluyeron... y entonces la escribí. Escribí una historia extraña, de una niña enana, de su madre y sus amantes... diablos, mis padres acababan de divorciarse y yo... yo solo quería expresar lo que sentía, decirle a aquel trozo de papel lo diminuta y frágil que me veía. Jamás pensé que, un día, todo se volvería realidad. De haberlo sabido te habría tratado mejor, te habría dado una vida plena. Te habría dado esperanza.
—Absolutamente conmovedor... ¡puta, más que puta! ¡Qué culpa tengo yo de tus traumas? ¿Por qué tuviste que crearme... así?
La niña lloriqueaba de forma sentida, casi impostada. Ángela seguía hablándole a aquella niña extraña que había aparecido tan de repente como los cadáveres de Roberto y Sergio. Entonces, pensó en Raúl. ¡Raúl! Con solo pensar en su broncíneo cuerpo, los músculos se le tensaban a Carmen y mascullaba oraciones entre dientes. No, por favor, Raúl no...
—¡Tú! ¿Qué coño estás mirando? —preguntó la niña.
—Tú... tú... eres...
—¡La zorra de las letras, soy yo! ¿Se puede saber qué quieres? ¿No ves que estoy teniendo una puta conversación con mi creadora?
—Tu... ¿qué?
—¡Anda y que te viole un ñu!
Acto seguido, la niña se vaporizó, para aparecer al instante junto a una aterrorizada Carmen. La niña se arqueaba sobre el cuello de su víctima, lentamente, como si estuviera meditando lo que iba a hacer a continuación.
Cuando Carmen ya se disponía a abrazarse a lo que aquel ente extraño tuviera a bien ofrecerle, un sonido hueco paralizó a los presentes y el espectro se apartó, sorprendido.
Era Raúl quien, con feliz puntería, había atinado sobre la cabeza de aquella niña malcriada, de aquella muñequita traslúcida. Solo la verborrea de Ángela deshacía el silencio reinante.
—Cuando te creé —oh, sí, te creé— a imagen y semejanza mía —como una diosa creadora—, nunca imaginé que alguien tendría que pasar por todo lo que mi mente volcaba sobre aquel diario. Te ruego que me perdones si has sufrido...
Raúl estaba ahí, de pie. Con la sangre descendiendo por sus marcados pómulos, haciendo de su cuerpo una fuente de la que manaba el néctar rojo de la vida. Observaba con atención a aquella estúpida criatura, que apenas minutos antes había estado a punto de acabar con él. Milagrosamente, él seguía ahí, de pie, ajeno a los males por los que habían sucumbido sus amigos. Hasta la niña pareció dudar.
—Yo... yo te he matado. Lo recuerdo como si hubiera sido hace cinco minutos.
—Hace falta algo más que un par de golpes para derrotarme, maldita bastarda. ¡Déjanos en paz, monstruo del averno!
La sonrisa de la niña heló hasta a Ángela, quien detuvo su estéril perorata.
—Uy, sí, me meo de miedo. ¿Quieres ver de qué soy capaz?
Con un solo gesto, los dedos de la niña se encendieron de fuego incandescente y brotaron llamas azules, que no tardaron en salir despedidas de su mano en dirección de Carmen. Esta no tuvo tiempo para nada, más que para sucumbir entre gritos al flamígero ataque.
—¡¡Carmen!!
Nadie pudo evitar que Carmen se derritiera ante los horrorizados ojos de los presentes. Raúl quiso llorar, maldecir, inmolarse en pos del bien ajeno, pero la fuerza de aquel ser era incontrolable. En un último y desesperado intento, lanzó un nuevo libro sobre la criatura. Aquel ejemplar de Los hermanos Karamazov se deshizo como una cometa en un tifón.
—¿Vas a matarme con un libro? Prueba con uno de los tuyos, ¡ja ja ja!
La burla le escocía casi tanto como la muerte que aquella hija de puta había sembrado a su paso. Totalmente abatido, Raúl grito a Ángela con todas sus fuerzas.
—¡Tú la creaste! ¡Tú debes saber cómo acabar con ella!
Ángela volvió de su ensimismamiento. Aquella criatura era hija suya... apenas pensarlo le provocaba el llanto. Era ella quien les había llevado a esa casa. Era ella quien había conseguido que acabaran con todos sus amigos... ¿acaso iba a ser ella quien terminara con la maléfica niña?
Miró en derredor, buscando la solución a su problema. Vio su viejo diario, que irradiaba una luz especial. Una chispa brotó en su mente y se abalanzó sobre él, embargada por la emoción. En pocos segundos, el libro había quedado hecho trizas y el semblante de Ángela se tornó impaciente, expectante. Entonces, para asombro de Raúl y Ángela, la niña bostezó pausadamente.
—Buen intento, biblioclasta de pacotilla. Sí, he usado la palabra biblioclasta, está en el puto diccionario. ¿Algo más que quieras hacer antes de morir?
Raúl y Ángela se acercaron lentamente, totalmente rendidos a los deseos de la niña. Iban a morir por aquel ente maléfico. Iban a fenecer, igual que todos sus amigos. Raúl, desde sus dos metros de altura, miró con delicadeza a Ángela y pensó que bien merecía la pena intentarlo una última vez, aunque fuera por ella.
 Lanzó un grito de desesperación y se abalanzó sobre la niña, con las manos convertidas en garras lastimantes. La niña no se arredó y esperó el ataque pacientemente, para esquivar graciosamente la embestida de Raúl y provocarle una ridícula caída. Estaba todo perdido.
¿Todo perdido? No, todo no; antes de que la niña pudiera carcajearse una vez más, Ángela la embestía como un ariete en un esfuerzo final. Esta vez sí, pilló a su rival de sorpresa y consiguió derribarlo. Los dos contendientes se enzarzaron en una enorme pelea, en la que volaban puñetazos y golpes despiadados, pero ambos sabían cómo había de acabar todo: con todos los escritores muertos  y aquella zorra espectral triunfante.
Entonces, Raúl tuvo un ataque de lucidez. Se acercó a la casa de muñecas, mansa y dócil como un San Bernardo, y rompió el tejado de un puñetazo. Entonces, la niña se mostró, por primera vez, verdaderamente nerviosa.
—¿Qué coño haces, trozo de mierda?
—Acabar contigo, hija de puta —y un nuevo golpe agrietó los cimientos de la casita de miniatura.
—Ni se te ocurra hacer eso. Ni se te ocurra...
—¿... hacer, qué?
Un tercer golpe destrozó la casa por completo. Apenas hubo tiempo para lamentos, pues la niña profirió un enorme alarido y su figura se desvaneció al instante. Todo había acabado.
Ángela y Raúl se miraron, aliviados. No tardaron en unirse en un cálido abrazo, felices de estar vivos. Habían sobrevivido a una completa pesadilla.
—Raúl, Raúl...
—Dime, Ángela —susurró, con lágrimas en los ojos.
—Te quiero.
—¿Me quieres?
—¿Me quieres decir qué vamos a decirle a la policía, eh?

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