lunes, 31 de julio de 2017

La historia de Huffman (El hombre enojado)

Por Yolanda Boada Queralt.

Una repentina ráfaga de viento alborotó los cabellos de la niña, arremolinándolos con descaro. Su madre, que se encontraba junto a ella, se inclinó y le apartó el pelo que le cubría los ojos. La pequeña sonrió. Aquella tarde estaba muy contenta, pues mamá no había tenido que ir a trabajar y la había llevado a la feria. Era el día de San Patricio. Habían presenciado el desfile interminable de sombreros e indumentarias verdes, para luego unirse al gentío y avanzar por el paseo marítimo hasta llegar a la feria. Aunque habían nacido en América, algo de sangre irlandesa corría por sus venas y siempre cumplían con esta tradición. Además, a Cara le encantaba la feria.
Deirdre peinó con sus dedos los rubios cabellos de su hija adoptiva y pensó por enésima vez en cuánto se parecía a su auténtica madre: la hermana mayor de Deirdre. Su hermana se había quedado embarazada siendo muy joven y su estricto padre la echó de casa. Una punzada le atravesó el corazón, como siempre que recordaba el pasado. Ahora, todos estaban muertos. Excepto ellas dos. Levantó los ojos hacia el cielo, con la intención de escapar de los viejos fantasmas. Vio cómo unos nubarrones oscuros se extendían sobre el mar, preñados de malos presagios. Cubrían poco a poco el cielo invernal con sus jirones negros.
—Cariño, parece que habrá tormenta. Tendremos que irnos.
—¡Mami! ¡No sé dónde está Kitty! —exclamó de repente la niña, tirando de la falda de su madre. Kitty era su gatita de peluche, y eran inseparables. Prácticamente habían estado juntas toda la vida.
—¡Oh! Se habrá quedado en el tiovivo —dedujo Deirdre—. No te preocupes, seguro que se lo está pasando genial.
Se dirigieron hacia el tiovivo. Cuando los caballos, unicornios, cisnes y caballitos de mar se detuvieron y una sirena avisó de que se había terminado el viaje, Deirdre subió a la plataforma para hablar con el encargado. Cara se quedó esperando, muy nerviosa por lo que le habría ocurrido a Kitty. El hombre escuchó atentamente a la mujer, mientras mordisqueaba un palillo que le sobresalía de entre los labios. Asintió y dijo que las recordaba. Localizaron enseguida el cisne azul y plateado en el que poco antes se había acomodado la niña, y allí encontraron el peluche.
—Muchas gracias —dijo Deirdre, apretando el muñeco contra su pecho. El hombre solo asintió y dio media vuelta—. Mira, cariño, ¡Kitty está sana y salva!
Pero Cara no estaba.
Deirdre miró a su alrededor, buscándola con la mirada. Un escalofrío de terror recorrió todo su cuerpo cuando la vio junto a la entrada de la casa encantada. Un hombre de baja estatura, con barba pelirroja y vestido de leprechaun hablaba con ella. Prácticamente saltó del tiovivo y corrió hacia ellos, gritando el nombre de la niña. Mientras, el leprechaun se sacó el sombrero y, con un florido ademán, lo acercó a la pequeña.
—Dentro del sombrero hay algo para ti —le dijo, arqueando las pobladas cejas—. Cógelo y la suerte te acompañará siempre.
Cara, con los ojos brillantes y llenos de curiosidad, metió su manita en el sombrero. Las yemas de sus dedos palparon algo, en efecto. Era redondo y plano. Lo cogió y extrajo rápidamente la mano. En aquel momento llegó Deirdre, que golpeó el sombrero verde, apartando sin miramientos al desconocido. Abrazó a la niña.
—¿Qué tienes ahí? ¿Qué te ha dado ese hombre? —le preguntó, aún temblando de miedo.
Cara abrió la mano. Ambas contemplaron lo que había en ella: una moneda de chocolate. En el envoltorio dorado destacaba la figura de un trébol de cuatro hojas. Deirdre cogió la moneda, la arrojó al suelo y la pisoteó. Dos lagrimones rodaron sobre las mejillas de la niña.
Deirdre miró alrededor, buscando al desconocido, pero este había desaparecido.
***
NewsdayPost.com
Última hora: El cadáver de una niña fue encontrado ayer en la playa, cerca de la feria de nuestra ciudad. Según informaciones policiales, la pequeña de cinco años fue apuñalada y violada post mórtem. Su madre, que había denunciado la desaparición un día antes, ha tenido que ser ingresada en el hospital a causa de una crisis nerviosa. Al parecer, la niña desapareció mientras su madre hacía unas compras en el mercado municipal.
El muchacho que descubrió el cadáver de Cara M estaba paseando con su perro. «En realidad, fue King quien la encontró. Había llovido y salimos a pasear más tarde de lo habitual. De repente, King se puso muy nervioso y arrancó a correr. Enseguida supe que algo andaba mal. Lo seguí y... Allí estaba la niña. Había un peluche junto a ella, manchado de sangre", ha declarado el chico.
Seguiremos informando sobre el caso.
Kate dejó de leer y se frotó los ojos. Habían publicado la noticia por la mañana y, a las pocas horas, los comentarios ya se contaban por cientos. Pocas veces habían conseguido tantas visitas en su sitio web. Aquello era todo un éxito. Sin embargo, se sentía inquieta. No podía dejar de pensar en el momento en que Stephen había llegado a casa, tembloroso y pálido. Ya tenía dieciséis años, pero seguía siendo su niño enfermizo e impresionable. Cuando le contó cómo había descubierto a la niña, a Stephen le temblaban tanto las manos que ella había temido que volviera a sufrir uno de esos ataques que tenía siendo niño.
El sonido estridente del teléfono interrumpió sus pensamientos.
—Kate Writer.
—La llamamos desde urgencias. Su hijo...
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó, apretando con más fuerza el auricular.
—...
—¿¡Una paliza!?
—...
—Sí, sí... Siendo niño sufrió ataques epilépticos... ¡Ahora mismo vengo!
***
No muy lejos de allí, en una de las camas del hospital, Deirdre murmuraba en sueños. Aunque la temperatura había bajado tras la tormenta, su rostro estaba cubierto de sudor y los cabellos se pegaban sobre su piel. Bajo los párpados cerrados, los ojos se movían sin cesar, como si buscaran el modo de escapar de su encierro.
—Yo tengo la culpa —murmuraba—. Dios me la dio y me ha castigado quitándomela...
En ese momento, alguien empujó la puerta de la habitación con suavidad. Una pequeña sombra se deslizó sobre los azulejos blancos, acercándose a la cama. Los deditos de una mano se deslizaron por encima de las sábanas hasta llegar a la altura del antebrazo de la durmiente. La pálida mano se posó sobre la piel.
—Hola, mami.
Los párpados de Deirdre se levantaron, como accionados por un resorte. ¡No podía creer que su pequeña estuviera allí! Contempló esa carita cubierta de churretes negros, los cabellos enmarañados y llenos de arena, y el vestido manchado de sangre. Pero Cara sonreía, y su sonrisa siempre la hacía feliz.
—Ese dios no existe, mami —dijo la niña, haciendo un mohín, mientras enrollaba un mechón de su pelo en el dedo índice—. Solo tú eres la responsable de tus actos.
Deirdre se incorporó rápidamente y abrazó y besó a la pequeña, apretándola con fuerza contra su pecho. Sorprendida, descubrió que estaba llorando de felicidad.
—¿Estás bien, cariño? —le preguntó, acariciándole la cara, el pelo y los brazos—. Pensé que te había perdido para siempre.
—Estoy muy bien, mami.
—¡Oh! Kitty está muy sucia —comentó Deirdre, reparando en el peluche que Cara había dejado sobre las sábanas blancas—. Pero no importa, no te preocupes por nada. Iremos a casa, nos lavaremos y todo volverá a estar bien.
—¿Eso es lo que hiciste con el abuelo, verdad? —preguntó Cara. De repente, sus ojos se habían oscurecido y su sonrisa ya no era la de una niña—. Pusiste fin al problema y te lavaste las manos.
—Pe-pero... ¿Cómo puedes saber eso? —tartamudeó Deirdre, sentándose en la cama.
—He visto al abuelo y sé lo que ocurrió. Hemos estado juntos.
—¡Tú estabas en el vientre de tu madre y él os echó de casa! Él... él era mi padre, pero... ¡lo odiaba! Era una mala persona.
—Lo sé. Y también sé que tenía las manos muy largas... Entre nosotras ya no hay secretos, mami. ¿Y sabes? Ahora está arrepentido de todo eso.
Deirdre abrazó de nuevo a la pequeña y sintió cómo su cuerpo se estremecía. Recordó una vez más lo que sucedió aquel día imposible de olvidar. Aquel hombre, que era su padre pero siempre había sido un extraño, tumbado sobre la alfombra de su despacho. Tenía las manos crispadas sobre el pecho y la boca abierta, ávida de aire y vida. «Pide ayuda, pequeña», consiguió murmurar. Y ella había permanecido en el umbral de la puerta, contemplando cómo la vida se le escapaba y sus ojos se volvían vidriosos. Lo peor fue escuchar los últimos estertores. Cuando todo finalizó, había estado un largo rato observando una de sus manos, esos dedos retorcidos aferrando la alfombra. Pensó que parecía una araña muerta. No había podido tocarlo.
—Sé quién me mató, mami —Deirdre dio un respingo, regresando a la habitación del hospital. Contempló a Cara con los ojos muy abiertos por la sorpresa. La niña la tomó de las manos. ¿Estarías dispuesta a hacer algo por mí?
—Una madre está dispuesta a hacer cualquier cosa por su hija —respondió sin dudarlo.
—Todo volverá a estar bien —aseguró Cara, con una sonrisa angelical.
***
Horas después, en la habitación 237 del hospital, Stephen recuperó la consciencia. La cabeza le latía, aunque lo peor eran las costillas rotas. El solo hecho de respirar le producía latigazos de dolor. Sin embargo, no podía quedarse allí con los brazos cruzados sabiendo lo que sabía... No tenía duda alguna de que lo que «había visto» no era ninguna alucinación. Tal vez aún podría evitarlo.
Siendo niño, durante sus ataques, también «había visto cosas»: dónde estaba escondida esa sortija que su madre había perdido, o en qué consistiría su próximo regalo de Navidad, por ejemplo. Pero siempre fueron episodios muy puntuales y sin importancia. No obstante, en esta ocasión había sido diferente. Había visto al hombre enojado y a la mujer de la habitación 217, la madre adoptiva de la niña muerta. Y lo más inquietante era que Huffman, el hombre enojado, ni siquiera era un hombre...
Stephen logró incorporarse, conteniendo el aliento, y se acercó a su madre, que se había quedado dormida en una silla con el portátil en el regazo. Lo cogió, vio la página del periódico virtual y leyó la noticia:
El muchacho que descubrió el cuerpo de la pequeña Cara, de cinco años, apuñalada y violada en la playa, ha sido hoy brutalmente agredido por dos hombres desconocidos, quienes lo acusaban de la muerte de la niña y pretendían que confesara. El chico ha ingresado en el hospital con la nariz y varias costillas rotas.
Dada la repercusión de este caso, hemos decidido ofrecer dos recompensas: para quienes aporten información sobre el crimen y sobre la paliza...
Refunfuñando, Stephen buscó su ropa en el armario y comenzó a vestirse.
Cuando estuvo listo, lo primero que hizo fue salir al pasillo y buscar la habitación 217. No fue difícil. Empujó la puerta y asomó la cabeza. No había nadie. Entró y se acercó a la cama. En la sábana vio algunas manchas rojas —¿sería sangre?— y también encontró rastros de arena. Por lo visto, se habían marchado ya hacía un rato.
Volvió a su habitación y descubrió que Kate se había despertado y lo buscaba.
—Mamá, estoy bien —le dijo, tomándole las manos y mirándola a los ojos—. Pero es muy urgente que haga algo y te pido que no me lo pongas más difícil, por favor. Tú sabes que, de niño, a veces «sabía» cosas tras sufrir un ataque. Me ha vuelto a suceder. ¿Me ayudarás?
—Por supuesto. Una madre hace todo lo necesario por sus hijos.
—Incluso ofrecer recompensas...
—Especialmente, ofrecer recompensas.
***
Deirdre y Cara, tomadas de la mano, avanzaron hacia el tiovivo. Unos cortinajes negros rodeaban toda la estructura. El sol ya declinaba más allá de los árboles del paseo marítimo y arrancaba destellos dorados de la cúpula del carrusel. La feria se encontraba prácticamente vacía a aquellas horas.
—Tal vez ya no está —dijo Deirdre.
—Está —respondió la niña, guiñando un ojo.
La mujer apartó uno de los cortinajes y subió a la estructura. Enseguida escuchó al hombre, tarareaba una cancioncilla infantil. Siguió el rastro de la melodía mientras rebuscaba dentro del bolso. Allí estaba. Se le acercó por detrás y le hundió el bisturí en los riñones. El hombre gritó como un cerdo y el palillo que había estado mordisqueando cayó. Un chorretón de sangre profanó las inmaculadas plumas de un cisne. Los ojos desencajados del hombre la reconocieron, sí. Y ella sonrió. Seguía sonriendo mientras le abría la barriga y se desparramaban sus tripas.
—Nunca más volverás a hacer daño a un niño —le dijo.
—¡Gracias, mami! —exclamó Cara a su lado.
Pero el cuerpecito de la pequeña empezó a desdibujarse entonces y cambió. Ganó en altura y volumen, hasta conformar el cuerpo de una animadora adolescente con sus pompones rosas. Los agitó ante el rostro alucinado de Deirdre y, seguidamente, se convirtieron en una pelota que sujetaba un mendigo. El mendigo soltó una risotada y se transformó en una matrona con la bolsa de la compra. Y, finalmente, apareció un leprechaun con barba y cabellos pelirrojos. La saludó haciendo un florido ademán con su sombrero verde.
—Ha sido un placer, querida. ¡Qué colaboración tan provechosa! Has podido ajustar cuentas con el asesino de tu hija y yo podré seguir merodeando por esta pútrida y fascinante tierra durante cien años más. ¡Los humanos son una fuente de diversión ilimitada! Nunca sabes cómo te van a alegrar el día. Y la podredumbre humana... ¡Ah, esa sí que es infinita! Nunca pasaré hambre.
Soltó una carcajada y una repentina ráfaga de viento hizo aletear las cortinas negras que los rodeaban. Un cisne estiró su largo cuello, curioso, y uno de los unicornios relinchó, levantándose sobre las patas traseras.
—Sin embargo, querida mía, debo decirte algo más —añadió, acercándose más a Deirdre y bajando el tono de voz, como si se dispusiera a contar un secreto—. De haber aceptado la moneda de la suerte que ofrecí a esa niñita, las cosas podrían haber sido muy diferentes... —Bajó aún más la voz—: Y si has matado a este canalla ha sido por ti, no por tu hija. Además, tu dios no existe, solo existo yo.
***
Cuando Stephen y Kate llegaron, poco después, encontraron a la mujer irlandesa completamente ida. Se había lacerado el rostro hundiendo en la piel sus propias uñas y blandía los puños ensangrentados hacia el cielo.
De reojo, Stephen creyó ver a un mendigo hurgando en una papelera, pero cuando se giró no vio a nadie. Solo había una pelota rosa.


- FIN -

Consigna: "La historia de Huffman". Una tarde de invierno, un hombre le ofrece a una niña de cinco años un caramelo. Más tarde, su madre adoptiva da parte de su desaparición. Poco tiempo después el cuerpo de la niña aparece; ha sido apuñalada y violada post mórtem. Paralelamente, un muchacho sufre una paliza por parte de dos individuos que lo dejan con un ataque epiléptico y varias costillas y la nariz rotas. La madre del chico y el periódico del pueblo denuncian el ataque y se devela que el objetivo de esa paliza era que el muchacho confesara el crimen de la niña. El periódico local ofrece dos recompensas: una por información sobre la paliza y otra por información sobre el crimen.


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