martes, 5 de septiembre de 2017

Comesantos

Por Ángela Eastwood.

     Consigna: Comedia de enredos
Texto:
—Ay, cada día está usted más arrebatador —le dice Edelmira con cariño al ciego Porras, que luciendo un aspecto muy elegante, se sienta a la mesa. El perro lazarillo que le acompaña se echa a sus pies resoplando. Es un chucho viejo y medio ciego.
—¡Tú sí que eres preciosa, mi bella Edelmira! Pero ven que te toque esa carita de porcelana, que hoy me levanté con el corazón lleno de tristeza. Es como si presintiera la lluvia sin verla. ¡Ah, cuánto pesa esta obscuridad impía!
La muchacha, conmovida, arrastra una silla y se sienta junto al ciego tomándole una mano para llevarla a su rostro. El hombre recorre con dedos expertos las mejillas de alabastro, luego pellizca la barbilla de la chica y le da un cachete cariñoso en el muslo.
—Mis dedos no me engañan: hoy estás mucho más bonita que ayer. Resplandeciente, como la mismísima Diana Cazadora.
—¿Sabe qué? —le informa la chica riendo, tierna—. Hoy las alubias pintas vienen con un chorizo de chuparse los dedos. Ya sabe usted cómo le salen a mi madre.
—¡Qué gran mujer esa madre suya! La intuyo enorme en todos los sentidos —exclama el ciego, que la sabe de todo punto elefántica y contrahecha.
—La más buena del mundo. Y mucho le quiere a usted, ya lo sabe —dice Edelmira. Mientras la chica le anuda la servilleta al cuello, maese le mira los pechos blanquísimos con avaricia y observa el temblor trémulo de la carne, intentando no relamerse.
—Pues vengan esas alubias, que si las manos que las han cocinado son la mitad de dulces que estas… —dice alargando de nuevo las manos. La chica las rescata en el aire y las toma entre las suyas. Así de esta guisa se los encuentra Andrés, el opositor.
—Bajo a cenar y me encuentro un ángel —dice sonriendo a la bella muchacha. Ella le saluda cortés. Mamá Rosa le tiene dicho que hay que ser agradable con los huéspedes, que son, al fin y al cabo, los que aprovisionan la despensa y rellenan de monedas los agujeros del colchón.
—Don Andrés, qué bueno verle tan contento. Que le decía a maese Porras que hoy las alubias están de escándalo.
—De escándalo son sus ojos, bonita mía —piropea el hombre, que es flaco y narigón. El pecho es convexo como el de un palomo. El ciego lo mira mal, si se me permite el oxímoron, y se dispone a replicar, pero Andrés lo enfrenta alzando una ceja y el ciego calla y contiene los celos, que sabe que se juega mucho.
—Esta noche, preciosa mía, me gustaría obsequiaros con un poema fruto de la declinación del sol moribundo ¡Ah, qué atardecer el de hoy! —declama el opositor.
—¿Pero usted no andaba estudiando con frenesí? Tengo entendido que las pruebas para esas oposiciones son en breve —replica Edelmira, resbalosa como una culebra.
—¿Y quién piensa ahora en legajos y artículos con esta luna que se cuela ya por las rendijas? Que bien pareciera que se nos quiere meter en la sangre y en los huesos.
Ante el despliegue de azúcar, el ciego lo mira enrabiado. En esas el perro ladra porque oye un ruido: es doña Rosa, que llega de la cocina con un plato humeante. Su cara es una rosa colorada y redonda como esa luna invasora. Los ojos trasojados. La sonrisa de oreja a oreja.
—Aquí llega el festín para mi maese Porras —exclama locuela. Con un golpe certero de culo aparta al flaco Andrés y lo desplaza metro y medio. La cazuela despide un aroma potentísimo y al ciego se le cierra la glotis del susto. La última vez que la doña lo agasajó con un plato de tal calibre anduvo dos días sin salir del excusado. Tal era la fluidez desmedida e imparable de su tránsito intestinal.
—¿Todo esto es para mí? —resuella comenzando a sudar. Doña Rosa lo observa oler el plato colmado y sonríe, arrobada como una quinceañera.
—Ay, cómaselo todo, maese, que he estado todo el día en la cocina preparándolo para usted. Y más fresco el chorizo no puede estar, que aún ruedan las tripas del puerco por las baldosas de la cocina —dice cantarina, juntando las manos sobre el corazón.
Andrés mira al ciego y sonríe de medio lado, carroñero. Tienen estos hombres entre manos un asunto peculiar. El ciego escribe a regañadientes esas poesías trasnochadas que Andrés recita ardoroso a la espantada Edelmira para llevársela al catre. El opositor, a cambio, guarda el secreto más inconfesable del ciego, ese que le permite vivir como un rey mantenido. Cuando doña Rosa se retira, el ciego, con un gesto de repulsión toma el plato y se lo pone al perro en el suelo, que lo localiza por el olor y lo engulle con ansia; el animal, que no distingue el chorizo debido al grosor de las cataratas, lo traga sin masticar. El problema es que, además de la ceguera, pocos dientes le quedan al chucho y el pedazo de marrano se le atraviesa en la garganta. Como quiera que el animal comienza a emitir unos extraños estertores, acude presta doña Rosa, que soliviantada, lo levanta y apretándolo contra su pecho le mete dos sacudidas tan colosales que el animal escupe el puerco bien lejos, recobrando así el resuello.
—Le ha salvado la vida a mi perro lázaro –exclama el ciego empalidecido—. No sé cómo agradecérselo. Ya sabe usted que yo sin él no soy nada.
—Seguro que encuentra la manera —le dice ella zalamera.
—Parece, maese Porras, que esta noche va a dormir muy calentito —le dice el opositor, dándole un codazo pícaro—. Mucha mujer veo para usted. Fea, casi una aberración, eso sí, pero en la oscuridad todos los gatos son pardos y unas buenas tetas lo compensan todo. Ahora bien, no intente escapar por la puerta o por la ventana, que ella es capaz de controlar las dos salidas a la vez, ya ve cuan amplio es el radio de sus ojos.
 Andrés estalla en carcajadas y el ciego se levanta gruñendo y ayuda a su perro a ponerse en pie. El animal tiene algunas costillas rotas y camina dándose golpes contra los muebles. Así los encuentra Apolo, que baja las escaleras contento como un chicuelo. En una suerte de mezcolanza verbal que cabalga entre el francés y el castellano saluda al ciego y acaricia al perro efusivamente. Edelmira lo ve y suspira. Apolo es un nombre que le viene perfecto. Rubio y blanco de piel, alto, pero no demasiado fornido, los ojos azul cobalto y un bigotito muy bien cuidado. Pero lo que tiene subyugada a la chica son los ojos, inocentes como los de un carnero. Apolo ni la mira, porque al fondo de la posada está sentado Andrés, que aprovecha la tranquilidad nocturna para estudiar un rato. La luna ilumina su cabeza inclinada sobre los libros. No sabe Apolo qué tiene este hombre que le fascina de esa manera. Debe ser esa despistada fragilidad de estudioso. Con la boca seca se acerca a hablarle, pero a mitad de camino Edelmira se hace la encontradiza y choca con él, introduciéndole una nota entre los dedos. El francés, indiferente, la guarda en el bolsillo. Andrés levanta la cabeza, lo mira distraído y sigue estudiando. Apolo toma asiento en otra mesa, compungido. El ciego se acerca guiado por el perro, que camina quejumbroso, que para colmo hace un rato defecó ríos de heces con pedazos de chorizo. Apolo se levanta y toma al ciego de la mano, sentándolo a su mesa.
—Gracias, muchacho. Te sentí suspirar desde el fondo de la posada y le dije al bueno de Comesantos que me llevara hasta el dueño del quebranto.
—Gracias, maese, es usted francamente amable. Oiga ¿Cómo es que le puso ese nombre extraño al perro? —pregunta el joven, acariciando la cabeza del animal, que respira con una suerte de pitido afónico.
—Porque cuando era poco más que un cachorro le mordía los tobillos a los curas. Intuyo que nunca le gustaron las sotanas. Pero, dígame joven, ¿y ese suspiro tan hondo? De pronto pensé que el invierno se había colado por la ventana. Mi viejo corazón me dice que es un suspiro de amor. ¿La joven Edelmira tal vez? Me parece que todos andamos enamorados de ella. Hasta yo, que ya me castañetean los huesos de puro viejo.
—¿La hija de la posadera? Ese sería un asunto harto fácil —exclama el joven francés mirando a Andrés, con la confianza de que el ciego no ha de seguir su mirada. El ciego sonríe, travieso, porque se le ocurre un plan para joder al contrincante almibarado.
—Bueno, tal vez exageré un poco. El opositor nunca mostró ningún interés por ella. Cierto es que la piropea, pero lo hace de modo candoroso.  Para ser sincero, nunca vi lujuria en sus pupilas y eso que la chica es un primor. El corazón me dice que no siente atracción por las faldas —dice por fin y de pronto se lleva una mano a la boca para simular que ha dejado escapar una indiscreción de lo más incorrecta.
—¿Entonces cree usted que él…? —balbucea el francés, sorprendido.
—Juraría que sí —responde el ciego, categórico, dando un traguito al vino. Por dentro tiene una fiesta. Esta noche podrían ser dos los visitados. Este pensamiento le arranca una risotada interna y pide un poco más de vino, para festejar la brillante ocurrencia. A la demanda acude presta doña Rosa, que se ha cambiado el vestido por otro que deja a la vista las apoteósicas ubres. Esta mujer como cocinera no tiene precio, mas como mesera no es infalible, que tiene la pobre un verdadero problema con la perspectiva. Es por eso que buscando el centro de la mesa deja caer la botella, con tan mala fortuna que esta cae al suelo y estalla en mil pedazos. El perro se asusta y se incorpora clavándose los cristales en las patas. Un fragmento ha ido a alojarse también a su hocico y es una lástima, que era este uno de sus sentidos sanos. La mujer se agacha, toma al perro entre sus brazos y lo acuna muy fuerte contra su pecho maternal. El animal gruñe, que aún le duelen las costillas y con el abrazo los cristales se le hunden más en la carne. Rosa lo besa con pasión, luego lo deposita en el suelo y le va a buscar un plato que llena hasta los bordes de vino.
—Mi padre siempre decía que el vino es la mejor medicina para todo tipo de heridas —dice melancólica.
—Parece que hoy le ha salvado dos veces la vida al pobre Comesantos.
—Me lo va a tener que agradecer dos veces, pues —ríe ella, descorchando una nueva botella. Cuando doña Rosa se retira, maese coloca una mano sobre el hombro del joven y suspira en una demostración de conocimiento y complicidad.
Reconfortado, el joven se incorpora y la nota, que dormía en su bolsillo, cae. El viejo la ve caer y la lee con disimulo: “ven a mi cuarto cuando todos duerman, pero no enciendas la luz”. Maese Porras sofoca el alborozo que le inunda el pecho, porque un plan mucho mejor que el anterior le viene a la mente para fastidiar a Andrés. Guiado a duras penas por el chucho, que camina haciendo eses, llega hasta el opositor, coloca la nota sobre la mesa y le dice así:
—No vas a creer tu suerte, bribón. La paloma venía hacia tu mesa cuando chocó con ese francés. La nota cayó al suelo, el francés la recogió  y sin darse cuenta la guardó en su bolsillo, mas nos pusimos a charlar de política y se olvidó de devolvérsela a ella. Cuando se levantó cayó de su bolsillo y así es como ha sido posible que por fin tú la veas.
Andrés la lee y enrojece. El pulso se le dispara y comienza a sudar.
—¿Y si no fuera para mí? —pregunta alterado. Una gran erección se abre paso.
—Venía hacia tu mesa ¿Para quién habría de ser? —Argumenta el viejo levantando las cejas—. Todos esos poemas encendidos que le declamaste han dado su fruto. Escritos por mí, dicho sea de paso. Por fin te abre su puerta. Y sus piernas.
—Esas piernas largas y fuertes como las de una leona en celo —suspira el opositor con la mano sobre el pecho—. Pero eso resulta de todo punto inviable, pues la gorda duerme al lado.
—¡Oh! Eso no es problema. Por desgracia a esas horas estará muy ocupada inmovilizando mi cabeza entre sus piernas.
—¡Válgame Dios! —exclama Andrés con ojos conmiserativos, que la imagen es escalofriante. Maese Porras le explica que no hay salida, que mucho es lo que le debe ya a la dama bisoja y que es tiempo de pagar, si no quiere verse con los huesos en la calle. Andrés escucha la disertación y le pone una mano sobre el hombro. Acaso no sea este falso ciego tan mal hombre como pensaba.
La noche cae sobre la posada y las luces se atenúan. En su cuarto, Andrés esparce polvos de azahar sobre sus partes nobles, para eliminar el acre olor de la orina. Perfuma luego los negros arbustos de las axilas y se coloca una camisola de dormir limpia y almidonada, que le llega por las rodillas. Luego, en la penumbra, camina ufano hasta la puerta del cuarto de la casera, que a buenas horas no se hallará allí, sino debajo o encima del pobre invidente. Mejor debajo, piensa, redimido al fin del odio. Se encuentra la puerta entreabierta y se dispone a entrar, mas antes se huele el aliento en el cuenco de la mano y hallándolo mentolado la empuja suavemente. Se envalentona al oír el tibio respirar de la avecilla dormida y ni respira, por no asustarla. Ah, pero entonces la cama cruje y una zarpa carnosa, acompañada de un gañido animal lo atrapa, y sin saber cómo su almidonada camisola vuela por los aires y se encuentra desnudo y con las vergüenzas encogidas del susto. Balbucea o acaso lo intenta, pero unos labios lo acallan con hambre y ya no puede hacer más, sobre todo cuando de pronto se encuentra abajo y no arriba.
Maese Porras lo ve todo desde la rendija de la puerta entreabierta, sofocando la risa de hiena. Oye cómo chirrían los huesos del pobre opositor y cómo aúlla el somier bajo los embistes de la hembra que ya ha coronado la cima. Y ríe para sus adentros, discerniendo cuan cierto era eso de que en la noche todos los gatos son pardos. Pobre gato este. Va a darse la vuelta, satisfecho, cuando escucha el alarido de Andrés.
—Noooooooooo, doña Rosa ¡Por Dios supremo! Otra vez no, que me rompe por la mitad. Permítame al menos que ahora sea yo el que se coloque encima.
—¡Cómo! ¡Esa voz! —chilla ella—. ¡Usted! Pero… yo pensé que se trataba de maese Porras…
Andrés, lúcido y vengador, se pone de pie en la cama dando saltos y de pronto parece un paladín. Saca el pecho convexo y enarbolando el dedo índice como si de una espada se tratase le dice así a la doña:
—Sepa usted, lujuriosa mujer, que la deseo desde el primer momento en que la vi. Esta noche ya no pude contener más este ardor furioso y dispuesto a todo  invadí su lecho. ¿Y ahora me habla usted de ese ciego maricón? ¡Ah! ¡Cómo me duele oír eso de esa boca suya que segundos antes mordía, inmisericorde, la mía! Pensé que su devoción por él se debiera a la pena, que bastante tiene el pobre con ser ciego y desviado. ¿Qué no lo ha notado? ¿No lo vio acaso esta tarde sin ir más lejos toqueteando a ese pobre francés? Y le voy a decir más, mi dulce colibrí: si yo fuese usted lo ponía de patitas en la calle, a él y a ese chucho infecto y lleno de piojos. Por no hablar de las barbaridades que ha dicho de usted, que es una santa y como tal se ha portado con él, proporcionándole alojamiento gratis.
Doña Rosa, impactada, observa al joven que parece un gladiador romano y siente de pronto algo removerse en su bajo vientre. Es hambre acumulada.
—Yo podría, si usted quiere, regalarse toda esa poesía que guardo en mis cajones —le dice, villano—. Poemas que le recitaría en noches como estas, al oído, desnudos.
—Y usted podría abandonar esos estudios inútiles que le roban tanto tiempo para escribir esos poemas. Conmigo no le haría falta trabajar, ya ve cuánto beneficio da esta fonda. ¿O no escuchó el tintinear de los dineros en el interior del colchón mientras me hacía locamente el amor? De plata y de oro hay —dice ella, húmeda y arrobada.
—Nada me seduce más que remar con usted y su joven paloma en esta corriente que es la vida —finaliza Andrés, con un brillo en los ojos.
—Pero la noticia será un escándalo —exclama ella, tontuela.
—Un escándalo son sus ojos, querida mía —contesta él, besándole la mano.

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